lunes, 2 de agosto de 2010

Capitulo V

LA CASA DE MI TÍA


Ayer vino la prima Carnera a decirme que su mamá tenía deseos de hablar conmigo; en vista de eso me invitaba a almorzar. Estaríamos ella, sus dos hijas y una "gran figura" de la política. El primo ha salido a veranear.
Hoy, a la una menos cuarto, me puse el traje negro y encaminé mis pasos hacia allá, recordando las aprensiones que nos asaltan en el camino de los dentistas. La casa está situada en la tradicional calle Ejército, una parte bastante aristocrática,
cerca del templo de moda. La tía Carmela es viuda de un hermano de mi padre y justifica plenamente el aforismo que dice: "En toda beata santiaguina hay una Quintrala que duerme". Católica, es de esas que hacen del catolicismo un arma ofensiva; se ceban en cualquier flaqueza humana o torpeza, como ser en la blasfemia de un pobre diputado, digno de la caridad cristiana. El hecho ocurrió recientemente, y mi tía no perdió la ocasión de sumergir al pobre diputado en una ola de desprecios e injurias, por medio de una carta que dio a la prensa.
La santa dama divide sus cariños entre el confesor y el médico de moda; el confesor le extrae guijarros del alma; el médico le saca piedras del hígado. Así va viviendo limpiamente.
Mi tío, según oí decir, fue hombre débil de carácter y bonachón. Ella lo succionó. Mi tío tuvo, como muchos caballeros santiaguinos, la manía de los remates; remataba de todo: dentaduras postizas o cóndores disecados. Le daba lo mismo subastar un guardapelo de la esposa de un oidor que la escupidera de un notario. Compró un galpón en la Avenida Matta para meter todo eso; el galpón se incendió —sin seguros— y mi tío murió de la barriga.
La mejor persona de la familia es la que he dado en llamar prima Carnera. Es Iturrigorriaga pura. Se parece al grabado antiguo del antepasado marino que, al decir de mi padre, estuvo en el sitio de Tolón y en la batalla de Trafalgar.
Mi tía Carmela es alta, seca, de ojos lánguidos, sin expresión; la barbilla corta y brutal; su paso firme; comienza a despuntarle el bigotillo. Vista por detrás, en las mañanas, a la salida de misa, metida en el levitón negro, tranqueando decidida en sus zapatos dreadnought, parece cura. Cualquier gesto espontáneo o juvenil cerca de ella queda segado en botón. En su dormitorio tétrico hay siempre un jarro de agua de matico, junto a la pileta de agua bendita cruzada de palmas; encima, un retrato de S.S. León XIII; la cama, especie de catafalco, es dura y estrecha; los muebles oscuros, secos; las sillas de jacarandá, como la cómoda, tapadas con lienzos blancos, cual cadáveres amortajados. El salón es antiguo, estilo colonial, sin ser estudiado ni hecho así ex profeso; se ven retratos de antepasados, candelabros, cornucopias y sillas fraileras de cuero pintado al fuego. Las únicas personas que recibe en dicho salón, tapizado de rojo, son su confesor y el doctor Aravena, que está de moda a causa de las presiones arteriales, y cuya amistad se pelean las señoras jaibonas. Tres veces al mes abren el salón para barrerlo y saturarlo de incienso. En las noches reza el rosario en una capilla que fue bendecida por Monseñor Fontecilla, en compañía de sus hijos, de las sirvientas y del viejo cochero del "americano", porque mi tía, como don Ramón Santelices, conservó su coche americano, forrado de tela verde oscura, con un pito para llamar al cochero y enchufe auricular. Por lo demás, esos coches americanos son cómodos y están impregnados de moral pasada.
Nuestra familia se derrumba en la decadencia por cualquier lado que se la mire; el hecho de tener un tío figurón y rentista en la política, como es don Juan de Dios, no quiere decir gran cosa, porque en América los hombres no valen ni son respetados sino por sus negocios. Los Iturrigorriaga han dejado de ser ruedas con dientes dentro de la maquinaria social; son adornos, o tuercas, en el mejor de los casos. Nuestra bisabuela, doña Mencía Iturbe de Iturrigorriaga, legó la mayoría de sus bienes al Arzobispado; una de las cláusulas de su bullado testamento mandaba construir un Internado para Damas Vergonzantes; otra cláusula mandaba crear un Sanatorio para Tuberculosos. Ni una ni otra fundación vieron la luz, sin que ninguno de nuestros parientes osara protestar, por cuanto eso no es de buen tono. Un eminente conservador, al decir de mi padre, cobró porcentajes en la administración de esos bienes, y el resto se hizo humo. Solía decir mi padre que el confesor de doña Mencía colocaba debajo del lecho de la buena anciana un organillo de los antiguos, que tocaba el Ave María de Gounod, haciéndola creer que eran armonías cantadas por escuadrones de ángeles dispuestos en ronda sobre su lecho, listos para llevársela de sopetón al cielo, sin pasarla por los engorrosos trámites de antesalas tan desagradables como el purgatorio. Entiendo que en cierta época las damas santiaguinas fueron impregnadas de un terrorífico miedo colectivo al infierno; los escrúpulos previos a la confesión produjeron en ellas serios trastornos nerviosos; se narraron casos espeluznantes de pecadoras que dejaron de confesar alguna falta y sufrieron castigos tremendos. Decían que, mirada desde lejos, una mujer confesándose dejaba ver los sapos y culebras de fuego escapando de su boca; pero, si un solo pecado quedaba dentro, entonces todas esas alimañas volvían a integrar el cuerpo impuro, entrándosele nuevamente por la boca, las orejas y las narices.
De esos tiempos espantosos es la tía Carmela, a cuya mansión fui al almorzar. Mi papá solía ridiculizarla; no creía en los pechoños; decía que Darwin hizo bien en colgar una cola de macaco en las espaldas de la petulancia humana, creída de origen divino. Mi tía es bastante dura para juzgar a la gente. De cualquier persona un poquillo desequilibrada dice: "Es una basura".
A la una en punto llegaba a la puerta de la cita y tocaba el timbre. En la calle había multitud de hombres y mujeres provistos de tarros; era el día del reparto de limosnas católicas en la casa: quince pobres recibían sopas de pan y veinte centavos en efectivo. Esta aglomeración, frente a la fachada lisa, donde se ve la antigua cañería del gas con formas de cruces y de estrellas, da a la casa de un solo piso el aspecto de un edificio público, entre cuartel y cabildo.
Me abrió la puerta un sirviente viejo, encorvado, aplastado, sin voluntad. Su rostro mostraba grandes ojeras azulosas y surcos negros; tenía todo su aspecto algo de cadáver. En muchas casas abundan estos cadáveres vivos. Después apareció una sirvienta, seca también y sorda. Me hizo pasar a una salita agradable y fresca. Ahí vi la primera serie de retratos de familia, donde no faltaba uno que otro Iturrigorriaga. El tipo de esta familia, aunque me esté mal el decirlo, es distinguido y hermoso. El marino Sebastián de Iturrigorriaga, el primero que llegó a Chile en La Virgen de Begoña, velero de su propiedad, era grueso, de ojos claros, frente amplia, narigón y orejudo. Se radicó en Concepción y fue agente de la firma Mendiburu, "los Rothschild del Sur". Se casó con una maucha y quedamos emparentados con los Sotas, Urrutias, Benaventes y Manzanos del Piduco al Bío-Bío. De allá vinieron a Santiago, a figurar en la política.
No tardaron en presentarse a saludarme la prima Carnera, cuyos detalles fisicos ya conocemos, y la menor, llamada Mencía, en recuerdo de la abuela; es una chiquilla agraciada que bordea los veinte setiembres. Es fuerte, sin ser gruesa; blanca, de cabellera castaña y negros ojos redondos, no tan expresivos ni inteligentes como los de su hermana. No me veía de mucho tiempo atrás y seguramente la intrigó mi prosperidad, por cuanto sus ojos curiosos y brillantes me valoraban de hito en hito, resbalando del sombrero hasta los zapatos, después de detenerse maravillados en mi cruz de brillantes. En el acto le tomé simpatía; hablamos simplemente del calor y del veraneo. Ellas irán a pasar algunas semanas en cualquier hacienda, vagamente de la familia, una de las piltrafas restantes de la provincia que nuestros bisabuelos poseyeron en las márgenes del Bío-Bío, "el Rhin de los bárbaros chilenos". Cuando entró la tía Carmela me puse de pie y me pareció pequeña; es verdad que había pasado sin verla algunos años; soy más alta que ella, y me lo dijo:
—Si te encontrara en la calle no te hubiera reconocido.
Ella atribuye nuestro alejamiento al carácter huraño que distinguió a mi padre; yo lo atribuyo a las diferencias de posición social por el dinero. El comedor, adonde pasamos en seguida, está situado al fondo de un pasadizo sombrío, sin ventanas, con una sola puerta grande, que permaneció abierta. Hay dentro dos cuadros religiosos, sombríos como la pieza, y unos platos de metal en la pared, con motivos campestres en relieve. El conjunto es oscuro y estrecho. Cuando invitan a una parienta desplazada como yo, quiere decir que desean saber o pedir alguna cosa. En las actitudes de mi tía notaba la impaciencia por saber algo. No obstante, sus miradas eran glaciales. Desdoblábamos las servilletas cuando sonó el timbre, se escucharon pasos y apareció el hombre eminente en el umbral. La tía le gratificó con una de sus sonrisas forzadas e instantáneas; me presentaron. Él apenas me honró con ojeada rápida. Su cráneo ha de estar repleto de cosas trascendentales para dar importancia a las minucias. Quedé entre la tía y la prima Carnera, cuya vecindad a mi derecha era reconfortante y cálida. El caballero se puso la servilleta a la moda antigua, en el cuello, como hacen en el cine los actores viejos en papeles de rústicos. Este detalle, lejos de chocarme, me reconfortó, por recordarme a mi padre. ¡Pobre papá! Era de la generación del cuello duro, de las camisas de dormir largas y de la zarzuela. Nunca pudo tragar al cine.
—¿Saben quién murió esta mañana? —interrogó el caballero en cuanto se hubo sentado.
—¿Quién?
—Don Javier Parra.
El anuncio de una muerte es siempre un excelente aperitivo en las comidas. La cara de mi tía se animó; las primas se acomodaron para escuchar.
—¡Pobre! Lo vi hace algunos días y por cierto estaba bastante escuálido.
—Cuando el hombre adelgaza del tungo es mala seña. Se nos va por escotillón. Era un esqueleto.
—¿Cuánto deja?
—No se sabe todavía, pero parece que exageran mucho su fortuna.
—En todo caso el fundo sin hipoteca...
—Era un hombre muy metódico. Eso sí, los impuestos a las herencias, y las particiones... Ya conoce usted lo que será eso...
—¿Qué enfermedad padecía?
—El hígado. Parece que le sacaron un litro de pus...
La sirvienta pasó la cazuela. Sirvieron primero a mi tía, luego al caballero, después a mí. A pesar del largo tiempo que permanecí ausente de las relaciones con los parientes, mi tía denotaba sin esfuerzo la idea insignificante que de mí tenía. Ni me interrogaban ni me dirigían la palabra. En general, la gente no respeta otra cosa que los títulos, la figuración social espectacular, los cargos que desempeñamos. ¿Cómo podía esperar yo una consideración cualquiera? Sin embargo, la familiaridad despectiva, tan visible para conmigo, hizo que me pusiera en guardia y que reuniera mis fuerzas en vista de una ofensiva.
Siguieron hablando de enfermedades.
—Dicen que la Clarisa Torres fue operada de almorranas.
—Así he oído. Los Torres, ya se sabe, todos padecen de eso —dijo el caballero, sin levantar la vista de su plato.
—Lo terrible para ella fue que no pudieron anestesiarla, y daba alaridos.
—Mi médico no anestesia jamás a las personas de más de cuarenta años, salvo cuando hay peligro de muerte.
En ese momento la sirvienta entraba la corvina fría con mayonesa y tomates. Sobra decir que la mayonesa me pareció un montón de pus coagulada y los tomates tomaron la forma de enormes almorranas. Tuve que hacer un serio esfuerzo para cambiar tan nauseabundas ideas y poder llevarme a la boca esos manjares.
En ese instante, el caballero, como quien hace un enorme servicio, me interrogó lo mismo que si fuera una criatura, preguntándome si era hija de Pancho Iturrigorriaga. Le dije que sí. Sonrió un rato.
—Es increíble. Me parece estarlo viendo soltero, cuando llegó de Londres. Era muy simpático Pancho.
Me da rabia el tonito que emplea todo el mundo para hablar del papá. Ese almuerzo era tétrico. El vino estaba acaparado por mi tía y el caballero. Como no me ofrecieron, yo le dije a la sirvienta:
—Haga el favor de servirme vino.
Una bomba hubiera hecho menos efecto. Me miraron consternados. La misma criada parecía esperar una orden tácita de su ama, antes de resolverse a romper las reglas de la fortaleza. Por fin, me sirvió tres dedos del néctar de las bodegas católicas, a las cuales creo tener perfecto derecho ¿Soy o no soy vinosa? ¿No existen acaso el Iturrigorriaga "reservado" y el "especial"?
Yo estaba dispuesta a demostrar que, si tengo aspecto de mosca muerta, en cambio puedo dar sorpresas de avispa. ¿Somos o no somos? En esa casa todo era sumisión al general en jefe (mi tía), pero yo estaba dispuesta a dar el asalto. Mi cara debía tener algo agresivo, lo cierto es que la conversación se desvió de los temas médicos y se radicó en mi persona.
Era de esas casas espantosas donde diariamente, y cuando no hay testigos, sirven un solo bistec, de filete o de punta de ganso, a la dueña de casa, mientras los chiquillos se quedan saboreando. La copa de vino, que apuré de un sorbo, me dio valor para vengarme en nombre de mis pobres primos.
—¿Y tú? ¿Vas a veranear? —me preguntó la tía, duramente.
—Sí, voy a veranear —dije, saboreándome.
—¿A qué parte?
—A Viña del Mar.
—¿Con quién vas? —preguntó mi tía, visiblemente asombrada y nerviosa.
—Sola, o con la empleada; aún no he resuelto.
Este pequeño tiroteo, precursor de la batalla, fue extraordinariamente vivo y de cierta emoción. Fue algo así como un tanteo y equivalía a preguntarme si serían verdad los rumores que corrían sobre la donación o el traspaso con que la suerte me había favorecido. Durante el tiroteo, las miradas estaban fijas en mí. Los cubiertos pararon de funcionar, lo menos dos minutos. Yo esperaba anhelante la vuelta a la carga, que no tardaría en producirse. A todo esto, la tía se puso a examinarme la cruz de brillantes, que fue de mi bienhechora madrina o mamá adoptiva, doña Ismenia.
Bajando nuevamente la vista sobre el plato, volvió ella a decir:
—Está tan carísimo el veraneo en Viña. Un chalecito por la temporada vale cinco mil pesos. ¡Ahora los hoteles! ¿A qué hotel vas tú?
—Al nuevo: al O'Higgins. Hice reservar un departamento.
Me miraron desconcertados. Ya no sabían si estaban oyendo la verdad o si se encontraban frente a una insana. Solamente la prima Carnera conservaba confianza en mis palabras: me conocía. Se produjo un silencio abrumador de cinco minutos; la digestión de mi tía estaba paralizada. La prima menor tenía el aire de presenciar un escándalo. Revolviéndose como leona en la jaula, mi tía volvió a preguntar:
—Pero entonces... ¿es cierto lo de esa donación?
—Ya lo creo que es cierto.
Suspiró entonces; iba a hablar otra vez, pero miró a sus hijas y la voz se apagó.
Era shocking preguntar ciertas cosas delante de esos angelitos. Comíamos el asado, y luego llegó el postre de duraznos. Yo estaba más conforme porque ya no me consideraban como a una pobre ave, y aun, a hurtadillas, observaban mi enorme y gozosa satisfacción. De tener la cartera a mano me hubiera dado rouge, pero la dejé en el vestíbulo. Creo que al caballero comenzaba a hacerle gracia mi actitud; por lo menos no dejaba de sonreír discretamente. La madre y las hijas cambiaban miradas de resignación al topar con mi exuberante juventud.
—Pues nosotros —dijo la tía— vamos modestamente a las Tejuelas, cerca de Curaco. Allá se descansa de veras. ¿Y usted adónde va?
—¿Yo? A ninguna parte —dijo el caballero—. Me quedo aquí. Creo que esos descansos en el campo son una pura ilusión. El aburrimiento se masca en las aldeas y los fundos, debajo de los árboles, y cada mañana nos levantamos ansiosos por comprar los diarios de Santiago.
—¿Cómo puede decir eso? El Sur es una maravilla.
—Para ver pasto me voy a Apoquindo. Además, con la propaganda al turismo, esos hoteleros gazuzos esperan a un argentino, y si no llega, como es lo más probable, se desquitan en nuestros huesos.
—Pues a mí me sienta muy bien. Ya le he dicho a ésta —dijo, señalando a la menor de mis primas— que prepare el almofré para ir metiendo colchones y almohadas.
—El almofrej —corrigió el caballero, respetuosamente—. El almofrej. ¿Tienen ustedes todavía el almofrej?
—De mis abuelos.
Esta palabra me hizo aguzar el oído, porque mi padre también usaba ese utensilio.
—¿Está usted seguro de que se dice almofrej?
—Segurísimo. Es palabra árabe, como el ojalá, como almohada, como alférez y tantísimas otras.
Mi tía se dio por vencida, y esta inesperada lección de idioma echó en la sobremesa un manto de dignidad y distinción. Una vez terminado el café, hizo un signo a sus hijas para que se retirasen y a mí me detuvo, quedando solas las dos con el caballero. Comenzaba a desarrollarse el verdadero motivo de la invitación.
—Deseaba hablarte —me dijo— a propósito de esa donación —pausa larga—. Desde luego: ¿es donación o traspaso?
—No sé exactamente —le respondí con temor, lamentando que quisieran entrometerse en mis asuntos para sacar su piltrafa.
El caballero entró a ayudar a mi tía, diciendo:
—Las donaciones son muy diferentes de los traspasos y tienen sus puntos delicados en nuestra ley. ¿Acaso esa dama era soltera?
—Soltera, y reconoció una deuda a mi padre. Los papeles están en regla.
—Sería muy conveniente revisarlos —arguyó mi tía.
—En todo caso, los bonos son al portador y haré de ellos lo que me dé la gana.
—¡Qué niña eres, Teresa! Para empezar, no debes hablar a nadie de este asunto. No sería muy decoroso para la memoria de tu padre.
—¡Ah, no tía! Yo no soy una niña y no permito esas palabras. El decoro de mi padre está por encima de todo. No veo en qué pudiera sufrir el decoro del papá, a quien sus parientes ricos abandonaron cuando estaba enfermo y pobre.
—Nadie lo abandonó. Has de saber que él era huraño... No lo negarás.
—Era orgulloso, sin vanidad. Cuando se vio pobre a nadie recurrió.
—A nadie indicó su domicilio.
—Si lo hubiera indicado, peor fuera.
—Hijita. Creí que se te podía hablar como a una mujer. Has recibido una donación que proviene de... negocios... poco lícitos.
—No acepto. La señora Ismenia tuvo pensión de artistas, y este negocio me parece tan lícito como la compraventa, los remates o los cambios de gobierno. Además: no comprendo que el haber yo recibido una fortuna haga sufrir al decoro de la familia; según ustedes, nuestro estado honorable y decoroso es el de ser pobres como ratas.
—¡Dios mío! ¿De dónde sacas esas teorías?
A todo esto, el caballero, "preparado y de gran figura", jugaba con sus dedos en las rodillas.
—Ya sabes que a ella la llamaban la Pecho de Mármol...
—Sí, sí, lo sé. Como a don fulano lo llaman el Buen Ladrón y a la señora Cepeda Madame Recamiércoles...
—¡ Jesús!
—Es preciso poner los puntos sobre las íes. Todo el mundo tiene apodos en Santiago, y que a la señora Ismenia la llamaran la Pecho de Mármol no quiere decir nada.
—Entre quién sabe qué gentes.
—Entre lo mejor. ¿Acaso no sé?
—Hijita. Si te hablo es por tu bien.
—Prefiero no hablar de eso.
—¿Admitirás una última palabra?
—Siempre que no oiga nada despectivo para mi padre ni para mi madre adoptiva.
—¡Oh! —exclamó, poniéndose de pie—. Tanto peor para usted, Teresa— el tuteo había terminado, y también me puse de pie.
El caballero no hallaba qué cara poner. Se trataba seguramente del abogado de la familia, a quien pensaban iniciar en el lindo negocio de brujulearme.
—Hemos terminado— dijo mi tía en tono teatral, dándome a entender que partiera.
Salí, dando un terrible portazo. Estoy segura de que mi persona le ha proporcionado tema para varios meses. Por lo menos, eso tendrá que agradecerme, aunque asegure que soy una condenada y haga rociar con agua bendita las sillas que ocupé. Los parientes son obligaciones y fiscalizaciones; el espíritu de familia comienza cuando se creen tener algo que sacarnos. Entiendo que han pretendido hacer servicios a algún amigo y abogado de la casa, incrustándomelo de tutor. Sería gracioso que, habiéndome librado de la tiranía de la pobreza, me entregara así, liada de pies y manos como un corderillo que llevan al matadero, a la tiranía de los parientes, de sus imposiciones y de sus amigotes.
Fui al asilo de mi bienhechora. Una monjita salió a abrir la puerta y me quedó mirando con cautela; cuando recordó que yo era Iturrigorriaga y que había estado allá con mi prima, sonrió y me dejó pasar. La prima Carnera es un pasaporte entre la gente beata. Vive entre curas y monjas. Si tuviera la dote requerida habría entrado ya en un claustro para monjas aristocráticas que hay en San Bernardo. Si todavía no es esposa del Señor, ello se debe a que no ha conseguido la dote.
La monjita que me abrió la puerta me condujo por el pasadizo hasta un ancho patio, donde se ven palmeras, limoneros y naranjos, que dan al claustro el aire de un agradable y tranquilo latifundio. La pieza de la señora Ismenia se encuentra en ese claustro y estaba abierta. Al verme, dejó su labor de tejido, se puso de pie y sus ojos se iluminaron. Yo me turbo ante ella, por cuanto comprendo que ve en mí a su amante, esto es al fantasma de mi papá. Todo en su pieza recuerda a mi padre, desde la palmatoria, que era la suya. El luto no le va mal. Se ve más serena y hermosa; ya no se pronuncian los bolsillos de sus ojos hasta hacerlos desagradables, como antes ocurría. Tardó en desprenderse de mi talle, y me indicó una silla, sin dejar de mirarme. Me preguntó por mi vida y por mis nuevas ocupaciones. Le conté todo, y en primer lugar la visita a la tía Carmela.
—No esperes nada de ahí —me dijo, sonriendo con indulgencia.
Bajé la vista. Eran las cuatro y media. No se escuchaba más ruido que el de cascos de caballos o el rodar de automóviles en la amplia avenida. Ella me miraba amorosamente, buscando la risa, el tic, un gesto cualquiera que le recordara a mi padre. El calor fuerte nos adormecía en un sopor agradable de vegetales. A las cinco pidió el té, que una muchacha le llevó, con dos tazas. La plata me ha puesto azogue en las venas; no estaba divertida en absoluto, ni siquiera confortable, pero sí posesionada de un sentimiento del deber para con ella y mi padre. A veces creo que el espíritu del viejito está presidiendo todo esto.
—Lo que sí me va a traer, mijita —me dijo, después de un rato-, son las camisas y ropas de su papá. Quiero tenerlas conmigo.
Le dije que no tardaría en llevárselas, y volviendo mi mirada curiosa por la mesa y las paredes, comprendí que esa habitación se convertiría poco a poco en un museo del papá. Sería la ciudadela o santuario de un amor muerto.
Ya estaban ahí su sable de La Placilla, su casco de bombero y una media docena de retratos por fotógrafos antediluvianos, como Garreaud y Spencer. ¿Vendrán a decirme que un hombre capaz de ser amado en esta forma fue indecoroso?
Cuando me despedía de ella, no dejó de hacerme advertencias sobre el dinero:
—Ni tutores ni abogados. Viva y diviértase. Vaya a veranear, pero no toque nunca el capital. La vida es breve: es preciso coger pronto sus rosas y exprimirlas, guardando sus perfumes para la vejez.
Al decir así, cogió uno de los retratos del papá y lo besó cual si anhelara desteñirlo. Después me impuso del negocio del fundo de San Rosendo. Iba a quedar vacante en marzo, y era menester alquilarlo o trabajarlo. Naturalmente lo mejor sería realquilarlo. Las órdenes estaban dadas. Se trataba de un fundo pequeño y de escaso rendimiento, dotado de casas confortables.
Está visto: voy a desquitarme de mis penurias. Es preciso arrancar de mi cuerpo la costra de las pobrezas. Reservé departamento en el Gran Hotel. Bien merezco regias vacaciones después de tanto penar: Pasé la Pascua sin tomar un cola de mico, sola y encerrada; pasé el Año Nuevo oyendo los cohetes desde la cama. Le mandé a la señora Ismenia la ropa blanca del papá para que duerma con ella, o se haga calzones. Jamás he conocido una mujer más romántica; parece la dama de las camelias.
He sabido por los diarios que Gastón está en Viña del Mar. Allá lo veré. Llevo una cantidad de trajes, de sombreros y de zapatos de todos colores; por fin me entregaron los vestidos de noche: lamé oro y lamé plata. Es preciso vivir alguna vez; después se muere una, como la mayoría de las chilenas sin haber vivido, como no sea a través del cine. Tengo prisa por conocer el misterio de la vida y aseguro que no me embarga el menor escrúpulo a causa de mi duelo reciente. Además, segura estoy de que mi padre me aprobaría; él se educó en Inglaterra, y recuerdo que le oí contar la siguiente historia: Una noche se encontró en el Music Hall con su amigo íntimo, el señor Weston, cuya esposa habían ido a enterrar ambos en la mañana. El señor Weston, lejos de confundirse, le dijo: "Tan triste ha sido para mí la muerte de mi adorada Mabel, que he venido a buscar el olvido en el whisky y el baile". ¡He aquí una manera práctica y recta de contemplar la vida! Yo llegaré a Viña sin dar explicaciones a nadie: voy porque lo creo conveniente; quiero comer al borde del mar, respirar yodo y dar mi pequeña cuota al Casino. Ardo en deseos de sacar el secreto a la ruleta. Nada de eso conozco; nunca pasé más al sur de San Bernardo, ni más al este de El Golf. En San Bernardo montaba a caballo. Todo eso quedó en el archivo de los recuerdos. Compré una maleta-armario, un neceser, maletitas de mano y saco para ropa sucia, con iniciales barnizadas.
Está todo dispuesto. Partiremos mañana en la tarde, en el expreso; digo "partiremos" por cuanto me llevo a la Rubilinda. ¡Pobre Rubi! Está sofocada, no sabe qué hacerse. Antes de partir he cumplido un deber sentimental y penoso: fui a despedirme de la señora Rubilar, a quien no encontré..., y de la cartonera. La pobre quedó mirándome un rato largo, sin hablar; estaba sentada en su silla, envuelta en el olor a goma y a cola barata; no dejó de manipular sus cestos, sus marquitos y cajas, que está pegando para entregar mañana. ¡Pobres mujeres populares! Le pregunté si se acordaba de la noche en que llegué precipitada y deshecha a abrazarla; aquella noche de mi tragedia. Me dijo que sí. La abracé después de hacerle un regalito, rogándole que vigilara nuestra puerta. Igual cosa hemos pedido al carabinero, aunque la verdad es que, por mí, se podrían llevar todo, menos las camas. Me despedí de la cartonera, de esa rosa marchita de conventillo, que morirá sin escuchar los fascinantes ruidos del mar, mezclados con los aletazos del viento, cargado de carbón y sal, de Valparaíso. Tampoco escuchará jamás el ruido de las fichas de Escudero. Me dijo que había hecho una manda a Mesa Bell para que le integrara al marido. ¡Pobres obreras chilenas! He visto en el barrio lo que jamás creí posible ver: mujeres astrosas hurgando en los tarros de basuras un alimento repulsivo.


FIN

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