lunes, 2 de agosto de 2010

Capitulo I

Poesía y Literatura - La Chica del Crillón (1)

ORIGEN DE ESTE DIARIO

Hace poco llegó a La Nación una dama joven, de tez trigueña, boca bien dibujada y ojos de indefinible hermosura oriental; en toda ella había algo de palmera y de turpial; sin embargo, era chilenísima, y lo exótico de su aspecto venía a ser una de esas rarezas comunes en la naturaleza chilena, donde al pie de Los Andes se dan paisajes sevillanos.

Dejando un rollo de manuscritos sobre la mesa, dijo:

-Me han ocurrido cosas extraordinarias, las que confieso en este diario. No soy poetisa. Creo que mis confesiones constituyen una novela más interesante que aquellas que las niñas del Crillón leen en la cama, comiendo chocolates. Estúdiela, y si la cree buena, publíquela.

Iba a decir algo, cuando la bella desapareció. No la vi jamás, ni la he vuelto a ver. Es verdad que no frecuento los sitios donde va el gran mundo.

Después, leí el diario y quedé sinceramente estupefacto. Si la novela está ligada a la ciencia y a la sociología, ésta contiene un valor inapreciable. Se trata de nuestra época, vista en su entraña, aparte de la aridez de la estadística, del grisáceo abanderamiento de la política y de la confusión de pretensiones literarias. Tengo el deber de publicarlo, y lo hago sin reservas, desde el momento que la autora disfrazó su nombre y el de las personas que intervinieron directamente en su vida. De otra manera, el caso sería motivo de escándalo.

JOAQUÍN EDWARDS BELLO

Santiago, 1934.


¿MIS MEMORIAS?

Para el caso diré que me llamo Teresa Iturrigorriaga, y será la única mentira de mi narración. Uso un apellido vinoso y sin vino, es decir: soy aristócrata y sin plata. Vivo con mi padre enfermo y una vieja cocinera, a quienes mantengo.

Antes éramos ricos y habitábamos un palacete de la calle Dieciocho, en cuyo jardín cantaban los pájaros; ahora vivimos en el extremo de la calle Romero, y los arpegios aéreos han sido reemplazados por las actividades de los ratones en el entretecho. Nos rodean los cités y conventillos; las casas de adobes tienen parches, grietas, y se apoyan unas en otras como heridos después de la batalla. De noche se escucha el tamboreo de la cueca, pulso del arrabal. Yo no puedo decir a mis amigas dónde vivo y me veo impulsada a ocultar este domicilio. Se vive de apariencias, y la pobreza va estrechamente unida al prestigio. Esta calle tiene una parte buena y otra dudosa; nosotros vivimos justamente donde termina la una y comienza la otra, hacia la parte de Matucana. Decir que sufro de nuestra pobreza sería falso; la oscuridad es una prueba segura de que luego saldrá el sol. Vivir es esperar. Por las mañanas hago la compra, mezclándome a regatear entre las comadres. Después voy a zambullirme en los chismes asoleados del centro. Ningún santiaguino dejará de injuriar al centro, ni de ir dos veces al día. Nos conocemos desde pequeños, hasta saber cuántos lunares tenemos, y aún queremos conocernos más, hasta hastiarnos mutuamente y destruirnos. De tanto verse la gente cambia miradas rabiosas y saludos como escupos. Las señoras con hijas casaderas se vuelven jabalíes. El centro es la selva, el campo de batalla, el infierno o el cielo. Pero no dejamos de ir jamás. Yo moriré centrera. Me quedo como boba mirando escaparates, donde los géneros son lindos y suaves, las blusas leves y aladas, los zapatos como bombones, y los sombreros tan pequeños y graciosos que parecen tapas de polveras; maquillaje hay tanto como para estucar la Universidad Católica. Se habla de crisis, pero al mismo tiempo se abren canódromos y bares, donde cabros y veteranos desafían al venenoso gin nacional. Este verano habrá flores a montones. Las epidemias se pegan como lapas a esta tierra de clima hostigoso de puro bueno; el cementerio florido se abre para tragar montones de apestados; es uno de los cementerios más hermosos del mundo, y se muestra a los turistas, así como el Teatro, el Hípico y el Club de la Unión. Con sus porteros, sus anchas puertas llenas de público, sus carritos para las maletas de cadáveres, y sus buzones para las tarjetas, parece una estación ferroviaria. Nunca se vio tanta gente en los teatros, en la Bolsa, en los bares y en el cementerio. Esto último proviene de que el piojo es apolítico: lo mismo ataca a un Errázuriz que a un Verdejo.

Mi vida se divide en dos fases: en la mañana salgo a comprar, de bata; después hago la comida o remiendo tiras. Las vecinas conocen mi escasa ropa y, cuando me ven pasar, hacen guiños y me llaman: la de la bata crema. No saben quién soy en la calle Romero. Al atardecer me quito la bata, me pongo el traje café o el negro y salgo de estos cités y conventillos para penetrar en el centro. Habrá muchas falsas señoritas como yo, que no quieren perder el brío del mundo y las costumbres sociales. En el centro vuelvo a ser la Teresa Iturrigorriaga, parienta de políticos, de cosecheros, de abogados. Mis padres, mis abuelos, mis tatarabuelos fueron ricos, por eso sé hacerme la oligarca, aunque vivo al día, con todos los inconvenientes y ninguna de las ventajas de las ricas. No hay plata, pero me las arreglo y le digo al papá que trabajo a contrata en un departamento fiscal. El arrabal tiene también sus encantos; aquí los ojos de los pobres no tienen esos resplandores de odio que los alumbran en el centro, haciéndolos parecerse a los ojos de los lobos.

Me creen una de la multitud y me miran pasar sin pasión. Desde pequeña estuve predispuesta a lo humorístico. Huyo de las discusiones, cuyos resultados me parecen dudosos, y compro décimos de la lotería, que, al decir de papá, es lo único sobrenatural y lírico que va quedando. Mi apellido es demasiado aristócrata para que me den trabajo en estos tiempos; las revoluciones ideológicas han desacreditado a la clase alta, quitándole medios para demostrar que todavía sirve para algo. Largo sería contar cómo me las arreglo para vivir. Vender un bibelot comprado de ocasión es lo mejor que puedo hacer. La comida y los zapatos no están caros, pero la ropa, la casa y el maquillaje, por las nubes. Afortunadamente, soy lo bastante joven para poder pasarme de los procedimientos radicales de la coquetería, tales como el rimmel y los lápices Dorin. Las medias son mi obsesión. Cuando se hace vida de sociedad y se tiene a la vez un padre que mantener, la vida es dura.

¡Pobre papá! Después del ataque ha quedado diferente; su piel tomó un color tabaco; sus labios recuerdan rara vez una antigua costumbre de sonreír. La parálisis le atacó los nervios motores, lo cual llaman ataxia locomotriz. Lo obliga a andar a paso de parada. Castigo refinado para él, que fue siempre francófilo, obligarlo en la vejez a marcar el paso prusiano.

El pobre papá no fue una cabeza fuerte, y ha debido tener aventuras, lo cual me explico por su viudez. Debo decir que mi madre murió tres años después de nacer yo. El papá procuró suplir a las consideraciones maternas, y aun ahora, cuando recuerda la venida al mundo de un nuevo vástago del tío Manuel, dice: "La guagüita que llegó de Europa". Recuerdo una vez, en el centro, me llevaba de la mano y se acercó a él una mujer, algo enojada a juzgar por sus gestos. Mi papá me miraba a hurtadillas y procuraba impedirme escuchar algunas palabras vehementes de esa mujer, acaso celosa. No me di bien cuenta. Otra vez, en uno de sus días de santo, me aprendí versos de memoria (tenía yo ocho años) y compré unos pasteles para llevarle. Al entrar con esos regalos en su cuarto, la empleada que me acompañaba no supo qué decir, mirando de uno a otro lado. El papá no estaba, y la cama, sin abrir, probaba que no llegó esa noche a casa. Pocos años después tuvo el ataque y la postración. Pasa recostado la mayor parte del tiempo, mirando vagamente con sus ojos de gato herido. A veces hace sus escapadas misteriosas, o conversa en la puerta con una dama, tan embozada, que nunca pude verle la nariz. Recibe poquísimo dinero. Yo hago creer, para ayudarlo, que estoy en algún Ministerio, a contrata. Si no fuera por la comisión en una casa que vendí hace poco, ya estaría pidiendo la presencia de una visitadora social. El negocio de compraventa se ha broceado y yo me pregunto qué será de mañana. Así vivimos, desde el día en que el papá tuvo su ataque y se arruinó. Rematamos la casa ¡y los muebles! Una mañana de junio, lloviendo, vi salir mi camita y mi peinador en una golondrina. De ahí nos fuimos a la calle Catedral, y, no pudiendo pagar, hemos bajado a esta calle Romero.

Nuestra ruina empezó por un pleito de minas. Mi papá vendió la mina a un comerciante alemán de Concepción. La mina estaba agotada; al menos así creyó mi padre; pero el alemán comenzó a socavar debajo del agua y a sacar carbón submarino. Mi papá alega que él vendió sólo la parte de tierra, sin mencionar sus derechos submarinos, de manera que todo lo que el alemán saca del mar nos pertenece. En efecto, la escritura de venta no contiene nada respecto de los derechos marítimos. Con tanto Presidente que ha pasado por La Moneda, estamos desorientados, porque es necesario tener abogados presidenciales si uno quiere ganar pleitos. Estábamos seguros de ganar con el Presidente X, pero se fue al tacho, y sus abogados le cobran al papá lo que le adelantaron cuando eran presidenciales. Hemos propuesto transacciones al alemán, sin resultados, pues éste asegura que compró la mina por arriba y por abajo. Ahora el papá vive esperanzado en otro Gobierno, más amistoso y familiar, que permita anular el negocio. Debemos tres meses de casa, a doscientos. Apenas conservamos el armario de comedor, otro de luna, una mesa coja de álamo y cuatro sillas. Mi camita virginal, laboreada, se fue una mañana con mis sueños de rica. La reemplazó un filosófico catre de fierro. Reloj no tenemos, pero si nunca falta un tonto con fósforos, tampoco escasean los signos sonoros que nos advierten el paso fugitivo del tiempo. Me guío por el despertador de una obrera, que rompe a las seis de la mañana con un aire de Saltimbanqui. El primer ruido en la casa es el de mis pies en las tablas del suelo, cuando salto de la cama; me agrada tener todo muy aseado; voy de un lado a otro, a la cocina, al comedor, hago el fuego, vestida con mi bata y zapatillas. La Rubilinda, una cocinera vieja, que conoció al papá desde joven y asistió a mi madre hasta su muerte, sufre de reumatismo. La consideramos como de la familia; le debemos algunos sueldos y no nos exige libreta de Seguro, de manera que yo tampoco me atrevo a exigirle nada. Es una viejita roja, pequeña, seca; sería huérfana en absoluto si no tuviera un hijo obrero, flaco, rojizo y algo viejo también, que viene a visitarla de tarde en tarde. Cuando llega el lechero, ella pone la leche a hervir y sirve el desayuno, que yo le llevo al papá a su cama; cuando puedo agregarle mantequilla y algún dulce, me lo agradece con una sonrisa. Esto ocurre a lo lejos; después salgo a comprar, contando con que nadie me conoce; procuro pagar al contado cuando puedo; no habiendo plata, como me ocurre al empezar este diario, pido a cuenta. Estoy habituándome en el barrio, con sus ruidos, sus personas y sus panoramas. Desde el patizuelo interior se divisan el San Cristóbal y el campanario de una iglesia cuyas señas se escuchan suavemente en un tono provinciano. La mayoría de los vecinos son obreros que se van al alba y regresan después de las doce; viven también, en la casa azul del frente, dos muchachas de miradas atrevidas y muy pintadas, con quienes suelen confundirme por mal de mis pecados; son bailarinas de un cabaret cercano; a las ocho en punto pasa un guatero gritando: "¡Guatitas!", y en el mismo instante el gato de una cartonera que vive al lado comienza a llamar, porque ella es amiga del guatero, que le suele dar desperdicios.

Sería feliz si no fuera por el constante sobresalto de la pobreza y la necesidad de conservar el misterio de este pobre domicilio. Hace pocos días pasé un bochorno. Iba a comprar, sin sombrero ni medias, como por aquí se estila, cuando pasaron en su Ford, modelo 33, las Cepeda. Son muchachas ricas, hijas del corredor Cepeda. Saltaron de gusto por haberme sorprendido en esa facha; pusieron unas caras de cazadoras que vieran aparecer la presa. Están entrando en sociedad y procuran evitar las diferencias de nivel por el sistema de aplanar a las que tenemos sangre más antigua. Gozaron cuando me vieron, como gozaría el indio cuando descubría un guanaco. Sus miradas, provistas de garras, se me clavaron, pero sonreí, saludando como si tal cosa. ¿Qué buscaban en esta calle pobre?

*

Hoy fui al almacén, como de costumbre, y estaba escogiendo los artículos del día, cuando asomó su cara enojada la esposa del comerciante. Delante de las demás parroquianas, y con una voz de sargento, exclamó:

-Bueno. ¿Va a pagar hoy?

En plena turbación, sintiendo las mejillas ardientes, comencé a dar una excusa, pero ella me atajó, diciendo:

-Nosotros también tenemos que pagar la casa, la luz y el agua. Ya dije a usted que su cuenta pasaba de cien pesos y sólo podemos dar créditos hasta cincuenta.

-¡Vamos! ¡No grites! Dijo su marido, en tanto yo quedaba aplanada.

La esposa replicó:

-¿Vocear yo? ¡Vamos! Y después eres tú quien me lo echa en cara. ¿No ves que esta señorita sale en la tarde vestida de seda y la seda está a ochenta pesos el metro? Además, tiene la costumbre de olvidarse de pagar.

-¡No sea grosera, señora!-exclamé.

-Mejor será que pague y busque otro almacén más fino. Este es muy modesto para usted. ¡Una Iturrigorriaga que va a los tés danzantes no debiera clavar a los pobres!

A todo esto, las comadres, los niños que van buscando el veinte de pan o la cebolla en escabeche, me miraban emocionados. Salí perdiendo el paso, roja primero y pálida después, como persona que recibiera un latigazo. En esos momentos una haría cualquier barbaridad; crucé la calle, viéndolo todo a través de un velo de deshonra y humillación. Era inútil buscar otro almacenero, puesto que todo cuanto ella dijo se sabe y es mucha verdad. Me escabullí por la puerta y llegué a mi cuarto. El primer impulso de echarme en la cama y llorar fue pronto refrenado. ¿Para qué? Hace bastantes meses que resisto esta clase de bochornos, viviendo mi vida mixta de señorita y de pobretona. Es preciso tomar una resolución. La Rubilinda apareció en la puerta del comedor; una de sus manos estaba apoyada en la cintura y la otra en la mejilla derecha, lo cual denota en ella el mayor grado de consternación. No osaba interrogarme; me adivina. Nos conocemos demasiado para que el menor gesto valga por docenas de explicaciones.

-¿Limpió mis zapatos? A verlos. Mi vestido, mi sombrero.

En un periquete quedé lista; me puse rimmel y rouge hasta decir basta, sin escrúpulos, recordando que la princesa de Mónaco se puso colorete para ir a la guillotina.

-Mire-dije a la Rubilinda-. Dígale al papá que no llegué de las compras; sírvale un desayuno de leche sola, en tanto yo salgo por ahí. Me han negado el crédito en el almacén. Voy a casa de mi tía Carmela, y si no llego a las doce, prepare un almuerzo como pueda...

-¡Buena cosa, señorita! No hay más que pan de ayer.

-Lleve algo al Nuevo Tigre, aunque sean las tacitas de porcelana, y hágale un plato de carne, fuera de la sopa. Yo traeré lo que pueda.

Al decir esto último se debió notar en mi cara un gesto de angustia o de tristeza, o de ambas cosas a la vez. Penetrada de la verdad de nuestra situación, era inútil cavilar. Mi padre está baldado, incapaz de buscar nada y en malas relaciones con los parientes ricos. Además de esto, es indolente y orgulloso; lo fue siempre. Cuando tuvo plata la gastó de manera enfática, como si eso fuera a durar toda la vida, y ahora su orgullo y sus achaques le impiden rebajarse a salir a la calle. A pesar de mis cortos años, la orfandad de madre y esta vida a salto de mata me han aguzado las tendencias combativas que dormitan en todo ser viviente: salgo a buscar, afilándome las uñas, como saldrá de su guarida la pantera, y después, ¡qué felicidad será presentarme vestida con una seda más fina todavía, con pulseras y aros, y toda la batería femenina, para tirarle sus cien pesos a la bachicha repugnante del almacén! No sé por qué odio a estos extranjeros, cuya fuerza consiste en la paciencia, en la falta de nervios, en esa frialdad de bueyes que tienen para limitarse y someterse a sus reglas: la vida nerviosa que producen los Andes no se ha despertado en ellos, y por eso nos dominan y estrujan de manera monótona y glacial, cebándose en nuestros defectos. ¡Y aquí vienen después a dárselas de caballeros, con el fruto de nuestra inquietud! Pensando así me lancé a la calle,

dispuesta a la lucha. Pero no bien hube llegado al pavimento cuando una ola de desesperanza producida por la luz fuerte del sol indiferente y del público que pasa me invadió. La crueldad implacable de la vida me asaltó en la forma de un caballo de carretela que caía extenuado; pataleó un momento, buscando la forma de levantarse, y al fin, viendo lo estéril de su esfuerzo, se entregó al destino. La gente pasaba. En las murallas había avisos y letreros: Perlán para los dientes; Viva Grove; Viva el nacismo; Viva el comunismo; Perlán es el mejor dentífrico...

No sabía de fijo adónde ir. Tomaba una resolución enérgica y la abandonaba pronto; así, pensé ir a casa del tío Manuel, pero recordé sus estrecheces, quizás tan grandes como las nuestras. Desistí. Luego se me ocurrió ir a calle Bandera, en casa del comerciante X, un último y desesperado recurso, porque me bastaba recordar la dureza de su mirada de avaro para sentirme amedrentada. Sin embargo, fui. Tomé el tranvía. Llegué hasta la esquina de Bandera y Alameda; vi a la gente corriendo a sus negocios, rígida, grave, ensimismada, y me acobardé. Di un corto paseo frente a la Universidad, pensando y repensando; de pronto me pareció que mis pies resbalaban; un poco de sudor sentí en el borde del sombrero, como si un hule frío me rozara la frente. Comencé a ver la ciudad en forma de paisaje árido; cada hombre una roca, cada mujer un torrente o una fiera; cada calle un precipicio natural. Estaba vacía, sin sangre; las ideas corrientes comenzaban a abandonarme. Mucho rato pasé así, procurando encontrar un derrotero. Solamente el piropo algo picante que me echó un obrero sirvió para levantarme el ánimo, dándome la sensación de mi valor personal, del físico, que es una carta nada despreciable en la baraja de la vida. Ya estoy habituada a salir sin desayuno, y a correr de un lado a otro de la ciudad; habrá sirvientas o empleadas de tiendas y Ministerios que tienen su desayuno y sus comidas asegurados a horas fijas, pero son pájaros enjaulados. Mientras yo pueda, viviré libre, a salto de mata, aunque alguna tarde me ande rondando el fantasma de la fatiga, que comienza por una cosquilla en las piernas, como si subieran hormigas por entre las medias. En esos momentos, cuando el hambre golpea en el vientre, se levanta la tapa del mundo y una ve todo lo asqueroso que puede haber debajo. Más vale así; más vale encarar la vida tal como es. Soy una Iturrigorriaga ante todo, y no quiero perder mi rango; la idea de que estoy dando la gran batalla me hace optimista y fuerte. Peleo para vivir en el gran mundo, sin ensiuticarme, porque la siutiquería es una enfermedad de humillación y dura tres generaciones.

Pensando así, me acordé de Goyita, de la calle Molina, algunos kilómetros más lejos, por Alameda abajo y en línea vertical a nuestra calle, por el lado sur. La idea me reconfortó y eché a andar vivamente. No subiría si estuviera solo. Una vez me echó en la boca su aliento fétido de fumador de pipa, pretendiendo besarme. A mi edad, y delante de cualquier hombre. en un cuarto solo, una tiene el antiguo valor de la presa.

Cuando llegué a la casa, pregunté a la sirvienta si estaba la señora de Goyita. Me dijo que sí, y subí. Apareció ella primero y luego él, que es un moreno gordo, de barba fuerte. Fumaba su eterna pipa inglesa y tenía la paleta en la mano izquierda, con el pincel. Es pintor de oficio; antiguamente hacía marinas o paisajes con mucho gusto, pero ni los críticos ni los "palos gruesos" supieron apreciar ese arte sincero. Su historia es algo curiosa: Cierto día copió un cuadro de Goya; con este maestro siente remotas afinidades. Un cursi que llegó al estudio le ofreció doscientos pesos por la copia. Entonces nuestro pintor encontró su camino. Se dedicó a falsificar; según expresión propia: "explota la inagotable mina de la ignorancia y la vanidad humanas". Desde entonces pinta maestros antiguos; siempre tiene un stock de Goyas, Grecos, Morales, Watteaus, Corots. Su fuerte es copiar a Goya; por eso, los íntimos lo llaman Goyita. Él se pone furioso si se lo dicen en su cara; a ese sobrenombre aéreo y evocador, prefiere su terrestre nombre de pila: Terrado. Se hizo un especialista. Desde las verdes frondas de Providencia hasta las líneas clásicas de las avenidas del Club Hípico, no hay palacete de figurón ni hay gabinete de diplomático que no tenga su Terrado, digo, su Goya auténtico, o por lo menos, atribuido. Con esto satisface él la terrible y antigua costumbre de comer dos veces al día y de dormir en buen colchón y al mismo tiempo da a los nuevos ricos y a los nuevos diplomáticos la sensación de creerse expertos y sibaritas, aunque confundan un tapiz de petit point con una lata de petits pois .

El estudio de Goyita es una mezcla de riqueza y de bohemia; al lado de un infiernillo se ve un jarrón de Sèvres; cerca de una peineta de pocos dientes, un saco de mujer proveniente de la Casa Cori. Junto a una ventana grande, que da al patio, estaba el atril, donde se notaba el diseño de una capea, o corrida de toros en un pueblo. El centro de la pieza lo ocupaba una cama turca, cubierta con una linda tela escocesa nueva. Goyita me miró con su aire de perdonavidas; echó la cabeza para atrás y, golpeando la pipa contra el atril, dijo:

-Perdone este desorden en que la recibo, señorita Iturrigorriaga. ¿Qué puedo ofrecerle?

-¿Tendría algún cuadro, algún cliente nuevo?

-¡Ay! La mina se ha broceado -exclamó.

Me pareció que estaba oyendo a mi propio padre; no he oído decir otra cosa en toda mi vida que esas cinco palabras cabalísticas del desastre: La mina se ha broceado.

-¡Ah, sí! -siguió diciendo Goyita-. Todo hubiera ido de perillas si no fuera por los inescrupulosos y los tontos que estiraron demasiado la cuerda. Hace pocos días, fui a visitar al diplomático Carpintero, uno de nuestros compradores más acreditados. Lo encontré envuelto en un terrible olor a trementina, sucio y con las manos metidas en algodones; parecía un genio infernal. Estaba limpiando un Divino Morales, y debajo, en la tela, había aparecido un paisaje de Peñaflor, firmado: Lidia Pérez. ¿Comprende la cosa? Yo iba a venderle un Goya y un Greco. Me puso hecho un trapo, me dijo que este era un país de brigantes.

-¿Qué es eso? -pregunté.

-Seguramente, algo feo. Terminó por arrojarme un algodón a la cabeza, y en cinco minutos bajé de un quinto piso hasta el Parque Forestal. ¡No hay derecho!

Siguió narrándome las últimas aventuras del negocio de antigüedades santiaguinas. Lo más curioso era el escándalo de la Agencia La Paloma, en Valparaíso. Goyita no decía Valparaíso, sino Incendiópolis, rindiendo tributo a la costumbre de poner apodos.

-¿No hay un solo comprador?

-Tengo uno en perspectiva: se trata de un turco de Melipilla, un turco de veras, llamado Abukader, el que, cansado de vender calzoncillos de tocuyo y camisetas afraneladas va a poner casa en la Avenida República. ¿Quiere tomar un copetín?

-No digo que no.

En ese momento entró la mujer de Goyita, que es una morenaza muy hacendosa; ella misma nos preparó el pisco sour, o rotting-sour, que a mí me sirvió de desayuno. No me hice de rogar. En el piélago moderno, nadie sabe de dónde llegará el auxilio para el S.O.S. del vientre. De los dos mil millones de habitantes que tiene esta bola llamada mundo, a lo menos mil quinientos millones vagan al garete, como nosotros. ¡Sabe Dios quién fue el primer Iturrigorriaga que vino a Chile! El caso es que yo, Teresa Iturrigorriaga, me he convertido en bajel pirata.

-¿Dice usted que ese turco...?

-Es hombre de grandes iniciativas, como que inventó el corsé tricolor para las chinongas, y ahora se retira de los negocios y se viene a la capital con sus diez millones de pitos, resuelto a casar a su hija Zulema, una turca que saca chispas cuando mira. Las huríes del Profeta son chinelas viejas a su lado. Según dice el padre, a Zulema le falta solamente un peyido, y viene buscando al pije santiaguino que quiera otorgárselo.

-¿Apellido? ¡No ser hombre!

-Pues bien: este turco va a amoblar su casa, y es el indicado para integrar el stock de Goyas de la última hornada. ¡A ver! ¡María! Pásame ese Goya que debe estar en la cocina, al lado del Morales y de una fuente de ensalada de patas.

La mujer de Goyita volvió trayendo un cuadro oscuro, "de la buena época" del maestro aragonés. Era una fiesta de chulos y marquesas, al borde del Manzanares.

-El negocio-siguió diciendo Goyita- vamos a hacerlo a medias. Usted, como hicimos en el caso del señor C.A., va a recibir al turco en su propia casa, y va a contarle el cuento de la familia venida a menos y obligada a vender los tesoros tradicionales. Le pasaremos tapices, fuentes, cuadros, mesas viejas; ¿qué le parece?

-Encantada-dije a Goyita, terminando el segundo pisco-sour.

Cuatro días más tarde llegaba Abukader a la capital y hacíamos el negocio, aunque de menos monta de lo que imaginábamos. La gente se ha puesto en guardia; la suspicacia de los ricos ha crecido en relación directa de la agresividad de los hambrientos. ¡Pero sigo yendo al Crillón!

Cuando se pierde el trato del gran mundo, no se recupera jamás. Para no perder eso, lucho como fiera.

Octubre, jueves

Fue suprimida la Fiesta de los Estudiantes, a causa del exantemático. Era de los pocos estremecimientos alegres de la capital. La fiebre de la miseria avanza con su paso temblequeante. En las calles se ven caras hoscas, ruinas de fábricas, empujadas a la fosa común, y nosotras -chiquillas con gusto a leche- estamos felices de hacer la parodia de las flappers, de ahorrar la plata de la ropa blanca para tomar cocktails de pisco, para marearnos con cigarrillos malos y hacernos odiar, a la salida del cabaret, por los cesantes que toman nuestros abalorios por joyas verdaderas. La fiebre acecha a nuestra risa en la calle, en la plaza, en el tranvía. En la casa del lado ha muerto un niño; toda la noche se oyeron gritos y sollozos de mujer.

Domingo, octubre

Que atraigo a los extranjeros es incuestionable: Les gustaré por lo negra, por mi "carrocería foreque", como dice Pipo. Les agradaré por lo exótica, así como les gusta probar una trucha de Peñaflor. Docenas de chilenas se casan con diplomáticos. ¿No podré casarme yo con Gastón? Es un hombre maduro, representante de país sudamericano. Me habla en un tono que ningún compatriota sabe emplear, dándome siempre la impresión de que valgo un poco más de lo que aquí creen. Es grande, saludable, y en sus ojos se reflejan panoramas y personas múltiples. ¡Lo que ha debido viajar y conocer! Una tarde me llevó por el camino de Apoquindo en su auto; vimos caer la noche en un olor a pasto y a humos de hierbas; los insectos enamorados zumbaban y el cielo tomaba un tinte anaranjado. La cordillera semejaba una cantidad de pirámides edificadas por una raza ciclópea, desaparecida; en los cerros más cercanos se divisaban las chozas de los inquilinos, que se acurrucaban para comer; las nubes, las pocas nubes aisladas, corrían como nacarados castillos, reflejando en sus flancos y almenas las luces del sol. La voluptuosidad de la tarde se mezcló a mi espíritu, en un sentimiento mixto de espanto y esperanzas, parecido a esa naturaleza, temible al fondo de la cordillera, y amable en los potreros, cerros y arboledas. Una onda subió por mi organismo, como si hubiera tomado un vino fuerte, coreando esa sinfonía de la tarde; mi cerebro se iluminó con el sentimiento de habérsele destapado una parte que siempre estuvo hermética. Entonces, el cuerpo de Gastón, a mi lado, cobró un relieve terrible; lo sentí o creí sentirlo palpitar. Una mirada, una palabra suya hubieran tenido en ese instante el poder más dominador sobre mi persona. Entonces me tomó una mano, sin mirarme, y yo estuve orgullosa al sentir que mi frágil cuerpo hacía temblar a su poderosa corpulencia. La oscuridad vino súbitamente, como una pantera que se descolgara del cielo, y el chofer nos condujo de regreso, con lentitud. Yo sentía que algo iba a revelárseme, que algo iba a ocurrir de insólito y sublime, que mi cuerpo iba a volar en pedazos o a volverse líquido de repente, pero comenzaron a verse los primeros chalets, las primeras murallas de la ciudad; nuestras manos se desenlazaron y entramos en la desoladora educación, en la civilización y la mentira de la capital. Todo había pasado como las imágenes falsas del sueño, y Gastón recobraba sus aires hipócritas de mundano. Me dijo adiós en el Parque Forestal, asegurando que no deseaba comprometerme. Ahí quedé, toda hecha sordera, ceguera, insensibilidad, esperando un tranvía lleno de gente fea y ajena, que me llevó por la Alameda abajo, donde bajé automáticamente, frente a Libertad, para tomar el camino de mi barrio y seguir la rutina de mi vida doble.

Durante la comida y en la velada, estuve ausente, sin oír lo que me decían, rehaciendo lo que ocurrió durante el paseo a Apoquindo. Podría contar hasta cuántas palabras pronunciamos y describir el tono en que fueron dichas.

¡Ilusiones! En la noche fui al Crillón y lo vi. Mi corazón golpeó en mi pecho; investigué sus gestos, sus miradas, y no vi más que educación, recato y protocolo. Lo que creí el comienzo de un cálido idilio, no era nada para él. Después, todo ha seguido su curso, y comienzo a habituarme a la frialdad glacial de la vida.

Entre los diplomáticos y la gente viajada, no se puede creer ni en lo que rezan: hasta su bondad, sus piropos, todo parece estudiado en libros.


ROTTING-SOUR-DANCING


Venga lo que venga, seguiré paseando. Todo, menos darme por vencida.

De los parientes, el único fiel que nos queda es el tío Manuel, de la parte paterna. Los otros murmuran y me citan de mal ejemplo. Una prima grandota, a quien llamo prima Carnera, aseguró que debían meterme en la Preciosa Sangre; otras me quitaron el saludo. Es que saben mi condición de pobre.

Yo me resigno a haber perdido la plata, lo cual no es tan grave como perder el trato social que no se recupera nunca.

Anoche fui al Crillón a los ocho. Los chilenos somos los mismos en todas partes: la Totó, la Pirula, la Yale, la Cotoca, la Chichí, la Rinrín, el Chañado, el Pocholo, el Pipo... Entremedio de nosotras, las viejas (aquí les decimos viejas desde los veinticinco) y algunas viudas que han puesto K.O. a varios maridos, y cuyos corazones son plantas admirables que florecen todas las semanas. Ojos terriblemente grandes y hrillantes nos miran guardando lejanos rencores o deudas misteriosas, que nos harán pagar cruelmente; políticos que han desertado de sus partidos: gordos, ricos y cínicos; las lindas hijas de un funcionario chino, con sus cabellos tiesos como garras de laca, sobre las orejitas diminutas. Yanquis felices de poder tomar toda clase de tragos, como niños que hicieran la cimarra. Se ven políticos y especuladores enriquecidos demasiado rápidamente; nuevos ricos de turbia mirada comprenden que la buena sociedad de ayer se escandaliza de verlos solicitados de todas partes; las damas encopetadas los llaman para pedirles datos seguros de Bolsa, y luego bailan con ellos, apoyando sus mejillas en sus hombros de cargadores.

El ansia de goces ha destruido las barreras y jerarquías sociales. No se requiere otra cosa que plata y desplante. Se bebe whisky o gin, cuya calidad de no importado sólo llega a saberse por las enfermedades fulgurantes que desata. Se falsifica de todo; los inteligentes se defienden tomando el rotting-sour, compuesto de pisco y limones.

Se ven trajes virados, con el bolsillo pañuelero a la derecha; hay niñas que se prestan vestidos unas a otras para variar. Mi ideal sería tener un vestido lamé argent y un novio diplomático, cuando no de la milicia. Me mira sin parar un joven chiquito, medio negro, que heredó de su padre y se está construyendo una garçonnière, o mejor dicho guarisapière, porque garçonnière quiere decir garçon, y él no es garçon, sino guarisapo. Todos tienen apodos; a un pechoño que se armó lo llaman el Buen Ladrón. Si le quitaran el pelambre a Santiago no quedaría nada; sería peor que las ruinas de Pompeya.

El peso a un penique y el control de cambio nos han hecho industriales. El país produce artículos buenos, especialmente de construcción: cemento, fierro, piedra; por eso se van las casas antiguas y los ranchos que parecían hechos de barro, zunchos de catres y tarros de parafina.

El aprendizaje de la industria no es tan fácil como parece: los cueros nacionales son curtidos con ácidos baratos, que hinchan los pies cuando toman la forma de calzado; los puros de a cuarenta y sesenta, lo mismo que los licores fuertes, producen intoxicaciones fulgurantes; los polvos de talco sacan ronchas; el rimmel destruye las pestañas; los productos farmacéuticos aceleran la marcha a la Avenida de la Paz.

A todo esto, sigue la danza. Funcionarios hay que ganan trescientos mil por año; se abren canódromos y pollas de Beneficencia. La mezcla constante de miseria y riqueza alarma a los extranjeros; un elegante, vestido con paños de Tomé, parece que se acostara vestido... No deja de ir al Casino de Viña para darle su obligado tributo a Escudero . No se crea que me escandalizo; al contrario, una vida así me entusiasma; la humanidad es como el paisaje: variedad, torrentes, precipicios, ventisqueros y valles; abismos debajo de los colmillos de la cordillera; volcanes esperando su turno, como bandoleros solapados. Hace poco, todo el país se cubrió de cenizas; entretanto, las murallas trepidaban. En el verano voy a la estación a despedir a una que otra amiga que va para el mar, y solamente de ver a ese mundo feliz se me inflama la sangre; en el coche-salón se ven trajes como guantes, sombreros de París, maletas-neceseres; se me revela una vida quimérica; después, llego a mi cuarto y me pongo a suspirar. Por otra parte, creo estar en vísperas de ser feliz, sin que tenga el menor indicio. La señora Rubilar asegura que París es ahora más aburrido que Chile. Lo creo, y esas ricas, tan farsantes con su Europa, se pasaban en París leyendo El Mercurio, y aquí vienen a decir que somos un país plomo.

El patriotismo ha prescrito tragos nacionales a causa de la crisis. Se baila todo el tiempo y en cuanto hay un espacio libre: tango, paso doble, carioca. La música del jazz parece hecha de quebrazones en la cocina, de explosiones de gas y derrumbes de murallas; después nos tiramos pelotillas de celuloide como salvajes. El tango es más serio, es un rito: se disminuyen las luces, y, como por arte de magia, comienzan a funcionar los pies; los hombres bailan apretando los dientes; aquellos que saben tomar a las mujeres y hacer linda pareja pueden llegar muy lejos. Los más sonados matrimonios salen de la pista de baile. Expertos bailarines dedicados a las viejas ricas suelen heredar fortunas de fábula. De repente se desaparece una cigarrera de oro de una mesa, cuando no un anillo de brillantes de un lavabo. Echan la culpa a los mozos, y aquí no ha pasado nada. A la salida los cesantes piden, y si no les dan, suelen hacer ¡cui! ¡cui! llevándose los dedos al cogote, amenazándonos con el degüello.

En el Crillón se habla de Europa, de amor y de piojos. La música del jazz es como el tambor de Santerre, que hace ruido para impedir que se oigan las palabras inútiles. Pipo es un muchacho que conozco desde los cinco años. Jugábamos en la Alameda, y a veces cree que este antecedente le da derechos para humillarme. Me mira también con ojos de tenorio, pero no será él "ese pecho fuerte donde falleceré de amor". Lo conocí guagua, pataleando en brazos del ama, y así no hay ilusión, aunque el guagua haya crecido, tenga espinillas y lea al Caballero Audaz. Me consta que Pipo me tomó para diversión cuando salí al mundo y estuve de moda. Ahora, consciente de que voy a menos, se dedica en serio a la mayor de las Cepeda, la Mabel Cepeda, flamante heredera de un corredor de Bolsa, cuyas expertas manos caen encima de todo negocio fructífero. El señor Cepeda y su pedante esposa han sido aceptados en nuestra sociedad a última hora, y saben mantenerse, aunque hace pocos años la gente se burlaba de ellos. Sus hijas no son feas ni tontas; al contrario: la Mabel, novia de Pipo, es una adolescente de carne lechosa, labios encendidos y un perfil bíblico, de esos que salieron del lápiz de Doré. Es agradable, y no podría achacársele otro defecto que una excesiva susceptibilidad, propia a toda su familia. Por este defecto está siempre lista a la defensa, como si las palabras o gestos envolvieran solapadas alusiones u ofensas. Es común en nuestra sociedad esa clase de personas que parecen estar constantemente preparadas para repeler imaginarios ataques, y que, so capa de defenderse, suelen emprender crueles ofensivas. Mucho cuidadito con las palabras delante de ellas; ni se diga un chiste. Delante de esa gente susceptible pierdo mis dotes festivas, volviéndome pedante y grave. En todo caso, esas hijas de corredores afortunados, o de industriales opulentos, recién ingresadas en sociedad, como las Cepeda, valen más que Pipo, tipo clásico de mequetrefe santiaguino, a caza de negocios fáciles. Es de esos tontos que si pasean con un figurón, cambian de paso y distribuyen saludos protectores; hace bromas por teléfono; manda anónimos. Es preciso cuidarse de sus tretas; así, por ejemplo, cuando quiere poner un sobrenombre o decir mal de alguien, no tiene el valor de afrontar las consecuencias, y atribuye esos chismes a terceras personas. Algunas veces larga frases de doble sentido, y entonces yo me levanto. Odio las groserías. No es que quiera dármelas de inocente: yo sé que los niños no llegan de Europa, y también sé que el matrimonio es el pololeo continuado en la cama, pero no me gusta que me lo recuerden.

Precisamente, anoche tuve la desgracia de encontrar a Pipo y de tenerlo sentado a la misma mesa, frente al rotting. Pipo estaba de vena, contando historias chuscas. Decía que el sérum contra el exantemático se prepara con excrementos de piojos enfermos, a los cuales, previamente, se ponen lavativas. También aseguró que no es el piojo el que enferma al hombre, sino viceversa.

En el instante de discutir tan delicado tema, entró Gastón, el diplomático, cuya costumbre de besar las manos de las damas no ha sido sacrificada todavía a la vulgaridad y al miedo al ridículo.

No puedo negar que su presencia me cambia el ánimo. En cuanto a él, es muy amable y me mira penetrándome hasta los huesos. Es él quien me da mayor realce y mérito.

La viuda se acercó a nuestra mesa, y también la admirable señora Rubilar. No se acercan por mí, ni por las B., ni por Pipo, sino por el diplomático.

La señora Rubilar trae al Crillón una ráfaga de elegancia desconocida. Es rica y filántropa, joven, llamativa. Aseguran que ha fundado una Protectora de señoritas pobres. Las alimenta, les hace dar clases por profesoras magníficas y las viste como princesas. Suele vérsela en compañía de sus protegidas, y la verdad es que las hace prosperar, y si no, que lo diga la rubita viñamarina, la Cristy B., una pobretona descolorida, que ella hizo educar, hasta convertirla en la más apetecible señorita; como si eso fuera poco, ayudó a unirla en matrimonio con un corredor de salitre. La señora Rubilar tiene un color de aurora, unos ojos sorprendentes y un talle magnífico, todo lo cual se realza por su gracia y su inteligencia. A su lado, las otras damas ricas parecen duras y farsantes. Aunque ha viajado por todo el mundo, nunca dice que nuestras fiestas son soporíferas.

Asegurar que Chile es un país aburrido se ha hecho un deber entre la gente cursi; por eso agradezco cuando la señora Rubilar alaba nuestras fiestas y costumbres. Hace pocos días, otra dama viajada aseguraba que la sociedad chilena parece un Kindergarten, por cuanto se ven solamente niños y la señora Rubilar, con su voz armoniosa, respondió:

-¿Hay algo más encantador que la niñez?

Para ella no hay mujeres feas ni hombres despreciables; sus ojos ardientes y deslumbradores denotan un intenso deseo de colaboración. Me mira siempre con tanta atención y simpatía, que me siento orgullosa de mí.


LA SEÑORA RUBILAR

Anoche me ocurrió algo que no podría explicarme ni en cien años, y que todavia me tiene intrigada. Fui al Lido, y me invitaron a la mesa donde estaba un diplomático chiriguano, la viuda B. y la señora Rubilar. El chiriguano es simpático, aunque algo cínico; anoche decía que ingresó a la diplomacia por dos razones: por ocio y para que no lo maten. Gastón es más grave e interesante que este chiriguano.
La señora Rubilar llevaba un traje color amarillo canario, collar de perlas y pulseras de zafiros. No me cansaría de oírla: sus palabras caen precisas y redondas como monedas de oro sobre mármol; su sonrisa discreta, su indulgencia, sus citas en idiomas extranjeros, que maneja a la perfección, me hacen pensar en un mundo nunca visto, en ciudades lejanas y en una vida donde todo será amable y regalado. Para cada tema tiene expresiones nuevas y no pedantes, sino tan naturales y originales como sus trajes, sus joyas y su peinado. Encuentra algo bonito en lo neto de un cuello (así dice ella), en las pestañas rectas de una morena, en los tobillos finos, en la expresión de los ojos; detalles que nunca nos llamaron la atención, cobran relieve, y aun a la señora viuda, que se aburre en Chile, le ha descubierto una belleza de odalisca.
Se acercan siempre a ella, la saludan y se quedan atraídos, engarzados en sus ardientes ojos. Uno de los muchachos aseguró que el señor arzobispo había condenado al Lido. La señora Rubilar, sin que denotara la menor sorpresa, declaró:
-Debe ser por las exageraciones que oye. Si él viniera aquí, cambiaría de opinión: no hay nada más inocente.
Cenar sí me gusta. Precisamente, la señora Rubilar pidió jamón y pollo frío. Trajeron en gran cantidad, tanta, que pensé en el papá. ¡Si pudiera llevarle algo! Después de dar unas vueltas de baile, la señora se ofreció a acompañarme en su auto hasta mi casa. Yo deseaba salir con ella, por el gusto de oírla y verla en otra intimidad más personal, pero me hubiera dado vergüenza que supiera dónde vivo. ¿Qué diría ella si llegara a los rascatierras de la calle Romero, hasta la puerta de mi rancho, donde a veces hay chiquillos durmiendo, como pajaritos helados?
-Ande, acompáñeme-volvió a decir.
Después de unos segundos, añadió:
-¿Le agrada Gastón?
-¿El diplomático? Mucho.
-Usted sabe lo que son. Como el picaflor-dijo ella, suspirando-. Ande, vamos a casa.
Por primera vez noté en esos ojos suaves y envolventes algo más que esa bondad universal: sentí en ellos un poder difícil de resistir, y accedí, pensando que podría hacerla quedarse en alguna calle próxima, para evitarme la vergüenza de que viera donde vivo. No sé por qué me di cuenta de que una vida nueva comenzaba para mí desde aquel instante; mi impresión fue de que me zambullía en dulces regiones submarinas, sobre todo cuando ella pagó y me hizo acompañarla. Mis ojos debieron despedir rayos de felicidad durante el corto trayecto desde nuestra mesa hasta la puerta, donde el portero nos saludó quitándose la gorra. Entonces vi que un poderoso auto se deslizaba como un cisne por el asfalto bruñido.
Me hizo subir primero y, una vez dentro, me tomó la mano como a una criatura.
Yo he leído pocos libros, y en especial Las Mil y Una Noches. Pues bien: el estado de mis nervios debe de haber sido parecido al de Simbad cuando el pájaro Roc lo levantaba en sus alas para llevarlo a la isla encantada, y no me equivoqué, porque la señora Rubilar, con su voz de céfiro, dijo:
-Antes, vamos a ir a mi casa un momento, y después pasaré a dejarla.
Entornó los ojos al decir esto, llena de una gracia nueva; a cada instante descubría en ella desconocidos aspectos. Se apoyó familiarmente en mi brazo izquierdo.
Las calles cambiaron de pronto, y noté que el auto ya no se deslizaba como cisne, sino, al contrario, saltaba a ratos en un terreno desigual. Su cara, que a intervalos brillaba, de perfil, por algún foco de luz, se parecía en su alba fineza a una madona italiana. Sus labios halagadores y puros están casi siempre abiertos y sonrientes. Sin que hubiera motivos visibles, no puedo negar que yo iba presa del inquietante misterio, al punto que ella me preguntó si estaba molesta. ¿Qué podía temer, en efecto? Basta oír a la señora Rubilar para comprender que se ha rozado no solamente con las personas más conocidas de la sociedad, sino con la espuma de la vida. Ella está en todas las comidas de las Embajadas. Sin embargo, mis manos estaban ardiendo, y un fluido nervioso recorría mis piernas y me daba calor en las mejillas. No atinaba a comprender para qué me querría esa mujer: acaso esperaba de mí un servicio para apuros de orden particular. Íbamos en dirección del barrio norte, por Independencia, en un sector de la ciudad apropiado para las aventuras. Recuerdo que pasamos por una calle al borde de la Escuela de Medicina, donde está la cantina "Quita Penas". De ahí seguimos poco más allá, siempre por un pavimento más rugoso que en el centro, y al fin llegamos. Yo bajé la primera, y noté que mis piernas estaban acalambradas, como si bajara del caballo después de un largo galope. Ella bajó luego, y dijo al chofer, que estaba de pie, con la gorra en la mano, que nos esperase.
Estábamos frente a un jardín, cerrado por una reja alta y oscura, al centro del cual se divisaba una poderosa casa de dos pisos, en cuyo extremo había un mirador. Se veía que no se trataba de un chalet, sino de esos palacios antiguos, de la época Concha y Toro. No recordaba haberlo visto antes. Era sólido y señorial. Ella me hizo acompañarla por el jardín. Ya estaba abierta la puerta de la casa, y adentro, en un vestíbulo amplio, de piso brillante, una empleada servía el té en tacitas de porcelana. Conforme a la costumbre santiaguina, después de elogiar las proporciones y la belleza del vestíbulo, me invitó a conocer la casa, sin vanidad, más bien a disgusto, como una persona que estuviera preocupada de otra cosa. Pasaba delante de los biombos de laca y los cuadros, diciéndome cosas que yo misma no podría retener, pendiente de algo vago y distante. Entramos en muchas estancias decoradas con un gusto exquisito, solitarias y enormes, en cuyos pisos de parquet yo temí resbalar, como una huasa. Me llevó hasta su dormitorio, se quitó el vestido, diciendo que iba a ponerse otro, y, entonces, vi su busto gracioso, de chiquilla. Tomó una botella de Zonite, y con un algodón se mojó bajo los brazos. Me invitó a quitarme el vestido y hacer lo mismo, diciéndome que era el último invento de tocador, para evitar la transpiración de las axilas. Este refinamiento era totalmente nuevo para mí, y me intimidó. Ella misma se ofreció para desvestirme, pero a mí me dio una gran vergüenza la idea de que viera mi pobre ropa interior y mi vestido gastado bajo las mangas.
-Tenga confianza en mí; me recuerda a una hermanita-me dijo, sonriendo de la manera más tierna.
Pero yo, colorada de vergüenza, evité que viera mis tiras. Después de ponerse un traje de lana, me llevó al balcón de su alcoba, desde donde vimos el cementerio. Al mismo tiempo, un aroma de flores, de humo de yerbas y tierra mojada flotó en el aire. Me aseguró que era un barrio entretenido y variado. No la asustaban los muertos, sino al contrario.
"Las rosas de cementerio son las más perfumadas"... La vista era admirable. Parte del San Cristóbal se divisaba, plateado por la luna; más lejos, los techos de tejas y los patios dormidos, de esas casas de un solo piso, floridas y verdes, de un pálido verde luna. Más allá, los monumentos funerarios, dilatándose hasta perderse al pie de los cerros. Yo me hubiera quedado allí. Pensaba en el contraste de la podredumbre de los muertos con esa victoria de la carne que era ella en su belleza lechosa y vibrante. La distancia que mediaba entre la casa de la señora Rubilar y el Lido me la hacía doblemente amiga y casi hermana. Me hubiera quedado toda la noche acodada en ese balcón, al lado de ella, escuchando los rumores de la ciudad, mezclados con el aullido lejano del campo, pero ella no podía retener su deseo de mostrarme la casa, y me sacó de la contemplación, tomándome del brazo y llevándome a ver otras cosas.
Llegamos frente a otra puerta de dos cuerpos, que ella abrió suavemente, como si temiera despertar a alguien y, en efecto, vi una pieza con muchas camas, de las cuales solamente dos estaban ocupadas. Una lamparilla de aceite, tamizada con pantalla celeste, iluminaba las caritas de dos chiquillas, como de dieciocho años, muy modositas, crespas y preciosas. El bracito de una de ellas pendía al lado derecho. En ese momento recordé la misión caritativa de la señora Rubilar, y pensé que serían pobrecillas abandonadas y recogidas por la protectora. Luego, era verdad: tenía escuela de niñas. No pude ocultar mi admiración por una obra tan encomiable, y antes de que mi impulso me llevara a darle un abrazo, ella, adivinándome, estampó un beso en mi mejilla.
Esto no impidió que quedara sumida en la mayor vaguedad de pensamientos. Las niñas virginales, con sus caritas tan suaves en esas ropas blancas, de hilo, cubiertas por sobrecamas iguales, semejaban muñecas mellizas; eran diferentes, sin embargo: la una fina y rubia, la otra más regordeta y oscura, sin llegar a morena, sino a trigueña. Los párpados de ambas eran sombreados y se diría que ocultaban ojos estupendos. La señora Rubilar me apretó las manos, me miró en los ojos, como si fuera a decirme una multitud de cosas, pero esquivó la vista y cerró la puerta.
-Es hora de partir-dije yo, no pudiendo reprimir un tic de familia.
Sin hacer caso de esta advertencia, se puso a explicarme su manera de hacer caridad con las niñas abandonadas. Era partidaria de la caridad previsora y anónima hasta donde se pueda, es decir, no quería que sus asiladas se dieran cuenta de que ella era su protectora y de lo mucho que le debían. Vivían junto a ella, simplemente, como amigas, y no les enseñaba, por cierto, a bordar pañitos. Dijo esto último con mucha intención, y añadió:
-Las casas malas están llenas de niñas que aprendieron a bordar.
La señora Rubilar las recogía cuando la pobreza de sus hogares constituía un peligro, y les enseñaba tareas vitales, como el arte de conversar, la música, el baile, el bridge, la manera de caminar y detenerse en el gran mundo. Pero, sobre todo, el baile y el bridge. ¡Hay que ver hasta dónde puede llegar una persona bailando bien y jugando el bridge! La criticaban por esto, pero ella perdonaba.
-¿A quién no critican?-dijo-. A todo el que hace algo lo acribillan a pullazos; de esta manera, los más felices son los que no hacen absolutamente nada. A mí me critican porque protejo a las chiquillas más o menos agraciadas. ¡Es verdad! Yo no puedo estar cerca de la gente fea o mediocre; me parece más útil y más higiénico ayudar a las personas bien conformadas, que no dedicarse a lavar el traste a chiquillos negros y granujientos, como hacen tantas señoritas; después, cuando crecen, esos asilados son nuestros peores enemigos.
-¿Y estas chiquillas le agradecen?-pregunté, mirándola, bastante curiosa por saber su opinión.
-Desde luego-repuso la señora Rubilar-; tienen mayor cultura y bondad, porque la gente bonita e instruida es siempre más indulgente. Además, yo las quiero, y mi mayor placer será verlas triunfar en sociedad. Tienen la base primera, que es la forma humana: el molde.
-¡Cómo le agrada la belleza!
-Lo único feo que tolero cerca de mí es el marido. Un marido se acepta como una caja de fierro, como una carabina.
Diciendo esto, la señora Rubilar me apretó las manos y soltó la risa.
-¡La hallo única! -exclamé, sin poderme contener.
-Vamos abajo, a la biblioteca -añadió ella, dejando de reír.
En un extremo del pasillo, entre dos columnas de mármol, adornadas de estatuillas, estaba la biblioteca. Abrió ella, y no pudo reprimir una exclamación de sorpresa, porque dentro había un hombre sentado. Yo misma me sorprendí, y hasta tuve miedo, por la cara desagradable de ese individuo. Sin embargo, la señora Rubilar lo saludó como a un viejo conocido. La biblioteca era enorme, toda de madera laborada, y se veían centenares de libros; el hombre debe de haber estado leyendo, porque había levantado la cabeza, y seguía mirándonos con su cara furiosa, sin saludarnos. Era un hombre pequeño, feo, de ojos pelados y de tufos canosos. Sus ojos, fríos y groseros, se revolvían en las órbitas, como los de un perro cuando otro le quita la comida. Su labio inferior, glotón y ordinario, quedó colgando.
La señora Rubilar se esforzó para disimular un comienzo de turbación; hizo ruido con los pies y procuró apaciguar a ese hombre, que era su marido, presentándome con todos mis títulos. Mis apellidos suenan siempre bien, pero esta vez no aplacaron la tempestad, y esa fiera miró para otro lado, rechazó la presentación y dijo a su esposa:
-¿Hasta cuándo me pones en ridículo?
Diciendo esto, desapareció sin mirarnos.
Poco después, la señora Rubilar pidió el auto y me acompañó hasta la esquina de Alameda y Libertad, donde me despedí y partí corriendo a la casa. El barrio a esa hora da miedo; los autos de la Estación Central parecen bandoleros esperando la ocasión. Dormí pesadamente, y a las diez me presenté a saludar a papá.
-¿Qué tienes? ¿Dónde estuviste? No me gusta tu cara. Ese cine hace mal a los nervios -me dijo, observándome atentamente.
Yo estaba aún bajo la obsesión de la señora Rubilar, y soy franca con mi padre, es decir, miento solamente cuando es útil. En esta ocasión le conté parte de mis andanzas nocturnas, y le describí la casa y el barrio del cementerio. donde se dan tan olorosas flores y sabrosas naranjas.
-¿Rubilar? ¿La señora Rubilar? No te conviene esa amistad. Es rara -exclamó, incorporándose para hacer un esfuerzo penoso de garganta.
Al decir rara, su expresión quiso significar algo extraño, como carnero con dos patas.
Noviembre, primero
Ha comenzado la primavera de los muertos. El aire de la ciudad es denso y dulce; es un aire lechoso y lánguido, donde las cúpulas y arboledas se destacan con la divina sencillez que yo he creído soñar leyendo los cuentos de Bagdad. La modorra de las cosas me invade, venciendo al desaliento espiritual. Sin embargo, en medio de esta dulzura e inercia agradables, no podré ir al cementerio a poner flores en la tumba de la mamá, a causa de la epidemia. Ella está encerrada en la tumba de los Iturrigorriaga, por lo cual todos los años en esta fecha me encontraba entre la parentela rica: algunos son muy simpáticos, no lo niego; pero otros son del género moralista y me miraban de reojo, mientras yo, toda vestida de negro, arreglaba mis flores, encuclillada, sin levantar la vista hacia ellos.

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