viernes, 27 de agosto de 2010

Acto II

Escena I

POLONIO, REYNALDO

Sala en casa de Polonio.

POLONIO.- Reynaldo, entrégale este dinero y estas cartas .

REYNALDO.- Así lo haré, señor.

POLONIO.- Será un admirable golpe de prudencia, que antes de verle te informaras de su conducta.

REYNALDO.- En eso mismo estaba yo.

POLONIO.- Sí, es muy buena idea, muy buena. Mira, lo primero has de averiguar qué dinamarqueses hay en París, y cómo, en qué términos, con quién, y en dónde están, a quién tratan, qué gastos tienen; y sabiendo por estos rodeos y preguntas indirectas, que conocen a mi hijo, entonces ve en derechura a tu objeto, encaminando a él en particular tus indagaciones. Haz como si le conocieras de lejos, diciendo: sí, conozco a su padre, y a algunos amigos suyos, y aun a él un poco... ¿Lo has entendido?

REYNALDO.- Sí, señor, muy bien.

POLONIO.- Sí, le conozco un poco; pero... (has de añadir entonces), pero no le he tratado. Si es el que yo creo a fe que es bien calavera; inclinado a tal o tal vicio... y luego dirás de él cuanto quieras fingir; digo, pero que no sean cosas tan fuertes que puedan deshonrarle. Cuidado con eso. Habla sólo de aquellas travesuras, aquellas locuras y extravíos comunes a todos, que ya se reconocen por compañeros inseparables de la juventud y la libertad.

REYNALDO.- Como el jugar, ¿eh?

POLONIO.- Sí, el jugar, beber, esgrimir, jurar, disputar, putear... Hasta esto bien puedes alargarte.

REYNALDO.- Y aun con eso hay harto para quitarle el honor.

POLONIO.- No por cierto, además que todo depende del modo con que le acuses. No debes achacarle delitos escandalosos, ni pintarle como un joven abandonado enteramente a la disolución; no, no es esa mi idea. Has de insinuar sus defectos con tal arte que parezcan nulidades producidas de falta de sujeción y no otra cosa: extravíos de una imaginación ardiente, ímpetus nacidos de la efervescencia general de la sangre.

REYNALDO.- Pero, señor...

POLONIO.- ¡Ah! Tú querrás saber con qué fin debes hacer esto, ¿eh?

REYNALDO.- Gustaría de saberlo.

POLONIO.- Pues, señor, mi fin es éste; y creo que es proceder con mucha cordura. Cargando esas pequeñas faltas sobre mi hijo (como ligeras manchas de una obra preciosa) ganarás por medio de la conversación la confianza de aquel a quien pretendas examinar. Si él está persuadido de que el muchacho tiene los mencionados vicios que tú le imputas, no dudes que él convenga con tu opinión, diciendo: señor mío, o amigo, o caballero... En fin, según el título o dictado de la persona o del país.

REYNALDO.- Sí, ya estoy.

POLONIO.- Pues entonces él dice... Dice... ¿Qué iba yo a decir ahora?... Algo iba yo a decir. ¿En qué estábamos?

REYNALDO.- En que él concluirá diciendo al amigo o al caballero.

POLONIO.- Sí, concluirá diciendo. Es verdad... (así te dirá precisamente) algo iba yo a decir. Es verdad, yo conozco a ese mozo; ayer le vi o cualquier otro día, o en tal y tal ocasión, con este o con aquel sujeto, y allí como habéis dicho, le vi que jugaba, allá le encontré en una comilona, acullá en una quimera sobre el juego de pelota y..., (puede ser que añada) le he visto entrar en una casa pública, videlicet en un burdel, o cosa tal. ¿Lo entiendes ahora? Con el anzuelo de la mentira pescarás la verdad; que así es como nosotros los que tenemos talento y prudencia, solemos conseguir por indirectas el fin directo, usando de artificios y disimulación. Así lo harás con mi hijo, según la instrucción y advertencia que acabo de darte. ¿Me has entendido?

REYNALDO.- Sí, señor, quedo enterado.

POLONIO.- Pues, adiós; buen viaje.

REYNALDO.- Señor...

POLONIO.- Examina por ti mismo sus inclinaciones.

REYNALDO.- Así lo haré.

POLONIO.- Dejándole que obre libremente.

REYNALDO.- Está bien, señor.

POLONIO.- Adiós.





Escena II



POLONIO, OFELIA



POLONIO.- Y bien, Ofelia, ¿qué hay de nuevo?

OFELIA.- ¡Ay! ¡Señor, que he tenido un susto muy grande!

POLONIO.- ¿Con qué motivo? Por Dios que me lo digas.

OFELIA.- Yo estaba haciendo labor en mi cuarto, cuando el Príncipe Hamlet, la ropa desceñida, sin sombrero en la cabeza, sucias las medias, sin atar, caídas hasta los pies, pálido como su camisa, las piernas trémulas, el semblante triste como si hubiera salido del infierno para anunciar horror... Se presenta delante de mí.

POLONIO.- Loco, sin duda, por tus amores, ¿eh?

OFELIA.- Yo, señor, no lo sé; pero en verdad lo temo.

POLONIO.- ¿Y qué te dijo?

OFELIA.- Me asió una mano, y me la apretó fuertemente. Apartose después a la distancia de su brazo, y poniendo, así, la otra mano sobre su frente, fijó la vista en mi rostro recorriéndolo con atención como si hubiese de retratarle. De este modo permaneció largo rato; hasta que por último, sacudiéndome ligeramente el brazo, y moviendo tres veces la cabeza abajo y arriba, exhaló un suspiro tan profundo y triste, que pareció deshacérsele en pedazos el cuerpo, y dar fin a su vida. Hecho esto, me dejó, y levantada la cabeza comenzó a andar, sin valerse de los ojos para hallar el camino; salió de la puerta sin verla, y al pasar por ella, fijó la vista en mí.

POLONIO.- Ven conmigo, quiero ver al Rey. Ese es un verdadero éxtasis de amor que siempre fatal a sí mismo, en su exceso violento, inclina la voluntad a empresas temerarias, más que ninguna otra pasión de cuantas debajo del cielo combaten nuestra naturaleza. Mucho siento este accidente. Pero, dime, ¿le has tratado con dureza en estos últimos días?

OFELIA.- No señor; sólo en cumplimiento de lo que mandasteis, le he devuelto sus cartas y me he negado a sus visitas.

POLONIO.- Y eso basta para haberle trastornado así. Me pesa no haber juzgado con más acierto su pasión. Yo temí que era sólo un artificio suyo para perderte... ¡Sospecha indigna! ¡Eh! Tan propio parece de la edad anciana pasar más allá de lo justo en sus conjeturas, como lo es de la juventud la falta de previsión. Vamos, vamos a ver al Rey. Conviene que lo sepa. Si le callo este amor, sería más grande el sentimiento que pudiera causarle teniéndole oculto, que el disgusto que recibirá al saberlo. Vamos.



Escena III

CLAUDIO, GERTRUDIS, RICARDO, GUILLERMO,

acompañamiento.

Salón de palacio.

CLAUDIO.- Bienvenido, Guillermo, y tú también querido Ricardo. Además de lo mucho que se me dilataba el veros, la necesidad que tengo de vosotros me ha determinado a solicitar vuestra venida. Algo habéis oído ya de la transformación de Hamlet. Así puedo llamarla, puesto que ni en lo interior, ni en lo exterior se parece nada al que antes era; ni llego a imaginar que otra causa haya podido privarle así de la razón, si ya no es la muerte de su padre. Yo os ruego a entrambos, pues desde la primera infancia os habéis criado con él, y existe entre vosotros aquella intimidad nacida de la igualdad en los años y en el genio, que tengáis a bien deteneros en mi corte algunos días. Acaso el trato vuestro restablecerá su alegría, y aprovechando las ocasiones que se presenten, ved cuál sea la ignorada aflicción que así le consume para que descubriéndola, procuremos su alivio.

GERTRUDIS.- Él ha hablado mucho de vosotros, mis buenos señores, y estoy segura de que no se hallaran otros dos sujetos a quienes él profese mayor cariño. Si tanta fuese vuestra bondad que gustéis de pasar con nosotros algún tiempo, para contribuir al logro de mi esperanza; vuestra asistencia será remunerada, como corresponde al agradecimiento de un Rey.

RICARDO.- Vuestras Majestades tienen soberana autoridad en nosotros, y en vez de rogar deben mandarnos.

GUILLERMO.- Uno y otro obedeceremos, y postramos a vuestros pies con el más puro afecto el celo de serviros que nos anima.

CLAUDIO.- Muchas gracias, cortés Guillermo. Gracias, Ricardo.

GERTRUDIS.- Os quedo muy agradecida, señores, y os pido que veáis cuanto antes a mi doliente hijo. Conduzca alguno de vosotros a estos caballeros, a donde Hamlet se halle.

GUILLERMO.- Haga el Cielo que nuestra compañía y nuestros conatos puedan serle agradables y útiles.

GERTRUDIS.- Sí, amén.



Escena IV

CLAUDIO, GERTRUDIS, POLONIO,

acompañamiento.


POLONIO.- Señor, los Embajadores enviados a Noruega han vuelto ya en extremo contentos.

CLAUDIO.- Siempre has sido tú padre de buenas nuevas.

POLONIO.- ¡Oh! Sí ¿No es verdad? Y os puedo asegurar, venerado señor, que mis acciones y mi corazón no tienen otro objeto que el servicio de Dios, y el de mi Rey; y si este talento mío no ha perdido enteramente aquel seguro olfato con que supo siempre rastrear asuntos políticos, pienso haber descubierto ya la verdadera causa de la locura del Príncipe.

CLAUDIO.- Pues dínosla, que estoy impaciente de saberla.

POLONIO.- Será bien que deis primero audiencia a los Embajadores; mi informe servirá de postres a este gran festín.

CLAUDIO.- Tú mismo puedes ir a cumplimentarlos e introducirlos. Dice que ha descubierto, amada Gertrudis, la causa verdadera de la indisposición de tu hijo.

GERTRUDIS.- ¡Ah! Yo dudo que él tenga otra mayor que la muerte de su padre y nuestro acelerado casamiento.

CLAUDIO.- Yo sabré examinarle.





Escena V

CLAUDIO, GERTRUDIS, POLONIO, VOLTIMAN, CORNELIO,

acompañamiento.



CLAUDIO.- Bienvenidos, amigos. Dí, Voltiman, ¿qué respondió nuestro hermano, el Rey de Noruega?

VOLTIMAN.- Corresponde con la más sincera amistad a vuestras atenciones y a vuestro ruego. Así que llegamos, mandó suspender los armamentos que hacía su sobrino, fingiendo ser preparativos contra el polaco; pero mejor informado después, halló ser cierto que se dirigían en ofensa vuestra. Indignado de que abusaran así de la impotencia a que le han reducido su edad y sus males, envió estrechas órdenes a Fortimbrás, que sometiéndose prontamente a las reprehensiones del tío, le ha jurado por último que nunca más tomará las armas contra Vuestra Majestad. Satisfecho de este procedimiento el anciano Rey, le señala sesenta mil escudos anuales, y le permite emplear contra Polonia las tropas que había levantado. A este fin os ruega concedáis paso libre por vuestros estados al ejército prevenido para tal empresa, bajo las condiciones de recíproca seguridad expresadas aquí.

CLAUDIO.- Está bien, leeré en tiempo más oportuno sus proposiciones y reflexionaré lo que debo en este caso responderle. Entretanto os doy gracias por el feliz desempeño de vuestro encargo. Descansad. A la noche seréis conmigo en el festín. Tendré gusto de veros.



Escena VI

CLAUDIO, GERTRUDIS y POLONIO



POLONIO.- Este asunto se ha concluido muy bien. Mi Soberano y vos, señora, explicar lo que es la dignidad de un Monarca, las obligaciones del vasallo y porque el día es día, noche la noche, y tiempo el tiempo; sería gastar inútilmente el día, la noche y el tiempo. Así, pues, como quiera que la brevedad es el alma del talento, y que nada hay más enfadoso que los rodeos y perífrasis... Seré muy breve. Vuestro noble hijo está loco; y le llamo loco, porque (si en rigor se examina) ¿qué otra cosa es la locura, sino estar uno enteramente loco? Pero, dejando esto aparte...

GERTRUDIS.- Al caso, Polonio, al caso y menos artificios.

POLONIO.- Yo os prometo, señora, que no me valgo de artificio alguno. Es cierto que él está loco. Es cierto que es lástima y es lástima que sea cierto; pero dejemos a un lado esta pueril antítesis, que no quiero usar de artificios. Convengamos, pues, en que está loco, y ahora falta descubrir la causa de este efecto, o por mejor decir, la causa de este defecto, porque este efecto defectuoso, nace de una causa, y así resta considerar lo restante. Yo tengo una hija... La tengo mientras es mía, que en prueba de su respeto y sumisión... Notad lo que os digo... Me ha entregado esta carta. Ahora, resumid los hechos y sacaréis la consecuencia. Al ídolo celestial de mi alma: a la sin par Ofelia... Esta es una alta frase... ¡Una falta de frase, sin par! Es una falta de frase, pero, oíd lo demás. Estas letras, destinadas a que su blanco y hermoso pecho las guarde: éstas...

GERTRUDIS.- ¿Y esa carta se la ha enviado Hamlet?

POLONIO.- Bueno, ¡por cierto! Esperad un poco, seré muy fiel.

Duda que son de fuego las estrellas,

duda si al sol hoy movimiento falta,

duda lo cierto, admite lo dudoso;

pero no dudes de mi amor las ansias.

Estos versos aumentan mi dolor, querida Ofelia; ni sé tampoco expresar mis penas con arte; pero cree que te amo en extremo posible. Adiós. Tuyo siempre, mi adorada niña, mientras esta máquina exista. Hamlet. Mi hija, en fuerza de su obediencia, me ha hecho ver esta carta, y además me ha contado las solicitudes del Príncipe; según han ocurrido, con todas las circunstancias del tiempo, el lugar y el modo.

CLAUDIO.- ¿Y ella cómo ha recibido su amor?

POLONIO.- ¿En qué opinión me tenéis?

CLAUDIO.- En la de un hombre honrado y veraz.

POLONIO.- Y me complazco en probaros que lo soy. Pero, ¿qué hubierais pensado de mí, si cuando he visto que tomaba vuelo este ardiente amor...? Porque os puedo asegurar que aun antes que mi hija me hablase, ya lo había yo advertido... ¿Qué hubiera pensado de mí vuestra Majestad y la Reina que está presente, si hubiera tolerado este galanteo? ¿Si, haciéndome violencia a mí propio, hubiera permanecido silencioso y mudo, mirándolo con indiferencia? ¿Qué hubierais pensado de mí? No, señor; yo he ido en derechura al asunto, y le dije a la niña ni más ni menos. Hija, el señor Hamlet es un Príncipe muy superior a tu esfera... Esto no debe pasar adelante. Y después, le mandé que se encerrase en su estancia sin admitir recados, ni recibir presentes. Ella ha sabido aprovecharse de mis preceptos, y el Príncipe... (para abreviar la historia) al verse desdeñado, comenzó a padecer melancolías, después inapetencia, después vigilias, después debilidad, después aturdimiento y después (por una graduación natural) la locura que le saca fuera de sí, y que todos nosotros lloramos.

CLAUDIO.- ¿Creéis, señora, que esto haya pasado así?

GERTRUDIS.- Me parece bastante probable.

POLONIO.- ¿Ha sucedido alguna vez..., tendría gusto de saberlo...? ¿Que yo haya dicho positivamente: esto hay, y que haya resultado lo contrario?

CLAUDIO.- No se me acuerda.

POLONIO.- Pues, separadme ésta de éste, si otra cosa hubiere en el asunto... ¡Ah! Por poco que las circunstancias me ayuden, yo descubriré la verdad donde quiera que se oculte; aunque el centro de la tierra la sepultara.

CLAUDIO.- ¿Y cómo te parece que pudiéramos hacer nuevas indagaciones?

POLONIO.- Bien sabéis que el Príncipe suele pasearse algunas veces por esa galería cuatro horas enteras.

GERTRUDIS.- Es verdad, así suele hacerlo.

POLONIO.- Pues, cuando él venga, yo haré que mi hija le salga al paso. Vos y yo nos ocultaremos detrás de los tapices, para observar lo que hace al verla. Si él no la ama y no es esta la causa de haber perdido el juicio, despedidme de vuestro lado y de vuestra corte y enviadme a una alquería a guiar un arado.

CLAUDIO.- Sí, yo lo quiero averiguar.

GERTRUDIS.- Pero, ¿veis? ¡Qué lástima! Leyendo viene el infeliz.



POLONIO.- Retiraos, yo os lo suplico, retiraos entrambos, que le quiero hablar, si me dais licencia.

Escena VII

POLONIO, HAMLET


POLONIO.- ¡Cómo os va, mi buen señor!

HAMLET.- Bien, a Dios gracias.

POLONIO.- ¿Me conocéis?

HAMLET.- Perfectamente. Tú vendes peces.

POLONIO.- ¿Yo? No señor.

HAMLET.- Así fueras honrado.

POLONIO.- ¿Honrado decís?

HAMLET.- Sí, señor, que lo digo. El ser honrado según va el mundo, es lo mismo que ser escogido uno entre diez mil.

POLONIO.- Todo eso es verdad.

HAMLET.- Si el sol engendra) gusanos en un perro muerto y aunque es un Dios, alumbra benigno con sus rayos a un cadáver corrupto... ¿No tienes una hija?

POLONIO.- Sí, señor, una tengo.

HAMLET.- Pues no la dejes pasear al sol. La concepción es una bendición del cielo; pero no del modo en que tu hija podrá concebir. Cuida mucho de esto, amigo.

POLONIO.- ¿Pero qué queréis decir con eso? Siempre está pensando en mi hija. No obstante, al principio no me conoció... Dice que vendo peces... ¡Está rematado, rematado!... Y en verdad que yo también, siendo mozo, me vi muy trastornado por el amor... Casi tanto como él. Quiero hablarle otra vez. ¿Qué estáis leyendo?

HAMLET.- Palabras, palabras, todo palabras.

POLONIO.- ¿Y de qué se trata?

HAMLET.- ¿Entre quién?

POLONIO.- Digo, que ¿de qué trata el libro que leéis?

HAMLET.- De calumnias. Aquí dice el malvado satírico, que los viejos tienen la barba blanca, las caras con arrugas, que vierten de sus ojos ámbar abundante y goma de ciruela; que padecen gran debilidad de piernas, y mucha falta de entendimiento. Todo lo cual, señor mío, aunque yo plena y eficazmente lo creo; con todo eso, no me parece bien hallarlo afirmado en tales términos, porque al fin, vos seríais sin duda tan joven como yo, si os fuera posible andar hacia atrás como el cangrejo.

POLONIO.- Aunque todo es locura, no deja de observar método en lo que dice. ¿Queréis venir, señor, adonde no os dé el aire?

HAMLET.- ¿Adónde? ¿A la sepultura?

POLONIO.- Cierto, que allí no da el aire. ¡Con qué agudeza responde siempre! Estos golpes felices son frecuentes en la locura, cuando en el estado de razón y salud tal vez no se logran. Voyle a dejar y disponer al instante el careo entre él y mi hija. Señor, si me dais licencia de que me vaya...

HAMLET.- No me puedes pedir cosa que con más gusto te conceda; exceptuando la vida, eso sí, exceptuando la vida.

POLONIO.- Adiós, señor.

HAMLET.- ¡Fastidiosos y extravagantes viejos!

POLONIO.- Si buscáis al príncipe, vedle ahí.


Escena VIII

HAMLET, RICARDO, GUILLERMO



RICARDO.- Buenos días, señor.

GUILLERMO.- Dios guarde a vuestra Alteza.

RICARDO.- Mi venerado Príncipe.

HAMLET.- ¡Oh! Buenos amigos. ¿Cómo va? ¡Guillermo, Ricardo, guapos mozos! ¿Cómo va? ¿Qué se hace de bueno?

RICARDO.- Nada, señor; pasamos una vida muy indiferente.

GUILLERMO.- Nos creemos felices en no ser demasiado felices. No, no servimos de airón al tocado de la fortuna.

HAMLET.- ¿Ni de suelas a su calzado?

RICARDO.- Ni uno ni otro.

HAMLET.- En tal caso estaréis colocados hacia su cintura: allí es el centro de los favores.

GUILLERMO.- Cierto, como privados suyos.

HAMLET.- Pues allí en lo más oculto... ¡Ah! Decís bien, ella es una prostituta... ¿Qué hay de nuevo?

RICARDO.- Nada, sino que ya los hombres van siendo buenos.

HAMLET.- Señal que el día del juicio va a venir pronto. Pero vuestras noticias no son ciertas... Permitid que os pregunte más particularmente. ¿Por qué delitos os ha traído aquí vuestra mala suerte, a vivir en prisión?

GUILLERMO.- ¿En prisión decís?

HAMLET.- Sí, Dinamarca es una cárcel.

RICARDO.- También el mundo lo será.

HAMLET.- Y muy grande: con muchas guardas, encierros y calabozos, y Dinamarca es uno de los peores.

RICARDO.- Nosotros no éramos de esa opinión.

RICARDO.- Para vosotros podrá no serlo, porque nada hay bueno ni malo, sino en fuerza de nuestra fantasía. Para mí es una verdadera cárcel.

RICARDO.- Será vuestra ambición la que os le figura tal, la grandeza de vuestro ánimo le hallará estrecho.

HAMLET.- ¡Oh! ¡Dios mío! Yo pudiera estar encerrado en la cáscara de una nuez y creerme soberano de un estado inmenso... Pero, estos sueños terribles me hacen infeliz.

RICARDO.- Todos esos sueños son ambición, y todo cuanto al ambicioso le agita no es más que la sombra de un sueño.

HAMLET.- El sueño, en sí, no es más que una sombra.

RICARDO.- Ciertamente, y yo considero la ambición por tan ligera y vana, que me parece la sombra de una sombra.

HAMLET.- De donde resulta, que los mendigos son cuerpos y los monarcas y héroes agigantados, sombras de los mendigos... Iremos un rato a la corte, señores; porque, a la verdad, no tengo la cabeza para discurrir.

LOS DOS.- Os iremos sirviendo.

HAMLET.- ¡Oh! No se trata de eso. No os quiero confundir con mis criados que, a fe de hombre de bien, me sirven indignamente. Pero, decidme por nuestra amistad antigua, ¿qué hacéis en Elsingor?

RICARDO.- Señor, hemos venido únicamente a veros.

HAMLET.- Tan pobre soy, que aun de gracias estoy escaso, no obstante, agradezco vuestra fineza... Bien que os puedo asegurar que mis gracias, aunque se paguen a ochavo, se pagan mucho. Y ¿quién os ha hecho venir? ¿Es libre esta visita? ¿Me la hacéis por vuestro gusto propio? Vaya, habladme con franqueza, vaya, decídmelo.

GUILLERMO.- ¿Y qué os hemos de decir, señor?

HAMLET.- Todo lo que haya acerca de esto. A vosotros os envían, sin duda, y en vuestros ojos hallo una especie de confesión, que toda vuestra reserva no puede desmentir. Yo sé que el bueno del Rey, y también la Reina os han mandado que vengáis.

RICARDO.- Pero, ¿a qué fin?

HAMLET.- Eso es lo que debéis decirme. Pero os pido por los derechos de nuestra amistad, por la conformidad de nuestros años juveniles, por las obligaciones de nuestro no interrumpido afecto; por todo aquello, en fin, que sea para vosotros más grato y respetable, que me digáis con sencillez la verdad. ¿Os han mandado venir, o no?

RICARDO.- ¿Qué dices tú)?

HAMLET.- Ya os he dicho que lo estoy viendo en vuestros ojos, si me estimáis de veras, no hay que desmentirlos.

GUILLERMO.- Pues, señor, es cierto, nos han hecho venir.

HAMLET.- Y yo os voy a decir el motivo: así me anticiparé a vuestra propia confesión; sin que la fidelidad que debéis al Rey y a la Reina quede por vosotros ofendida. Yo he perdido de poco tiempo a esta parte, sin saber la causa, toda mi alegría, olvidando mis ordinarias ocupaciones. Y este accidente ha sido tan funesto a mi salud, que la tierra, esa divina máquina, me parece un promontorio estéril; ese dosel magnifico de los cielos, ese hermoso firmamento que veis sobre nosotros, esa techumbre majestuosa sembrada de doradas luces, no otra cosa me parece que una desagradable y pestífera multitud de vapores. ¡Que admirable fábrica es la del hombre! ¡Qué noble su razón! ¡Qué infinitas sus facultades! ¡Qué expresivo y maravilloso en su forma y sus movimientos! ¡Qué semejante a un ángel en sus acciones! Y en su espíritu, ¡qué semejante a Dios! Él es sin duda lo más hermoso de la tierra, el más perfecto de todos los animales. Pues, no obstante, ¿qué juzgáis que es en mi estimación ese purificado polvo? El hombre no me deleita... ni menos la mujer... bien que ya veo en vuestra sonrisa que aprobáis mi opinión.

RICARDO.- En verdad, señor, que no habéis acertado mis ideas.

HAMLET.- Pues ¿por qué te reías cuando dije que no me deleita el hombre?

RICARDO.- Me reí al considerar, puesto que los hombres no os deleitan, qué comidas de Cuaresma daréis a los cómicos que hemos hallado en el camino, y están ahí deseando emplearse en servicio vuestro.

HAMLET.- El que hace de Rey sea muy bien venido, Su Majestad recibirá mis obsequios como es de razón, el arrojado caballero sacará a lucir su espada y su broquel, el enamorado no suspirará de balde, el que hace de loco acabará su papel en paz, el patán dará aquellas risotadas con que sacude los pulmones áridos, y la dama expresará libremente su pasión o las interrupciones del verso hablarán por ella. Y ¿qué cómicos son?

RICARDO.- Los que más os agradan regularmente. La compañía trágica de nuestra ciudad.

HAMLET.- ¿Y por qué andan vagando así? ¿No les sería mejor para su reputación y sus intereses establecerse en alguna parte?

RICARDO.- Creo que los últimos reglamentos se lo prohíben.

HAMLET.- ¿Son hoy tan bien recibidos como cuando yo estuve en la ciudad? ¿Acude siempre el mismo concurso?

RICARDO.- No, señor, no por cierto.

HAMLET.- ¿Y en qué consiste? ¿Se han echado a perder?

RICARDO.- No, señor. Ellos han procurado seguir siempre su acostumbrado método; pero hay aquí una cría de chiquillos, vencejos chillones, que gritando en la declamación fuera de propósito, son por esto mismo palmoteados hasta el exceso. Esta es la diversión del día, y tanto han denigrado los espectáculos ordinarios (como ellos los llaman) que muchos caballeros de espada en cinta, atemorizados de las plumas de ganso de este teatro, rara vez se atreven a poner el pie en los otros.

HAMLET.- ¡Oiga! ¿Conque sin muchachos? ¿Y quién los sostiene? ¿Qué sueldo les dan? ¿Abandonarán el ejercicio cuando pierdan la voz para cantar? Y cuando tengan que hacerse cómicos ordinarios, como parece verosímil por su edad si carecen de otros medios, ¿no dirán entonces que sus compositores los han perjudicado, haciéndoles declamar contra la profesión misma que han tenido que abrazar después?

RICARDO.- Lo cierto es que han ocurrido ya muchos disgustos por ambas partes, y la nación ve sin escrúpulo continuarse la discordia entre ellos. Ha habido tiempo en que el dinero de las piezas no se cobraba, hasta que el poeta y el cómico reñían y se hartaban de bofetones.

HAMLET.- ¿Es posible?

GUILLERMO.- ¡Oh! Sí lo es, como que ha habido ya muchas cabezas rotas.

HAMLET.- Y qué, ¿los chicos han vencido en esas peleas?

RICARDO.- Cierto que sí, y se hubieran burlado del mismo Hércules, con maza y todo.

HAMLET.- No es extraño. Ya veis mi tío, Rey de Dinamarca. Los que se mofaban de él mientras vivió mi padre, ahora dan veinte, cuarenta, cincuenta y aun cien ducados por su retrato de miniatura. En esto hay algo que es más que natural, si la filosofía pudiera descubrirlo.

GUILLERMO.- Ya están ahí los cómicos.

HAMLET.- Pues, caballeros, muy bien venidos a Elsingor; acercaos aquí, dadme las manos. Las señales de una buena acogida consisten por lo común en ceremonias y cumplimientos; pero, permitid que os trate así, porque os hago saber que yo debo recibir muy bien a los cómicos, en lo exterior, y no quisiera que las distinciones que a ellos les haga, pareciesen mayores que las que os hago a vosotros. Bienvenidos. Pero, mi tío padre, y mi madre tía, a fe que se equivocan mucho.

GUILLERMO.- ¿En qué, señor?

HAMLET.- Yo no estoy loco, sino cuando sopla el nordeste; pero cuando corre el sur, distingo muy bien un huevo de una castaña.





Escena IX



POLONIO y dichos.



POLONIO.- Dios os guarde, señores.

HAMLET.- Oye aquí, Guillermo, y tú también... Un oyente a cada lado. ¿Veis aquel vejestorio que acaba de entrar? Pues aun no ha salido de mantillas.

RICARDO.- O acaso habrá vuelto a ellas, porque, según se dice, la vejez es segunda infancia.

HAMLET.- Apostaré que me viene a hablar de los cómicos, tened cuidado ... Pues, señor, tú tienes razón, eso fue el lunes por la mañana, no hay duda.

POLONIO.- Señor, tengo que daros una noticia.

HAMLET.- Señor, tengo que daros una noticia (83). Cuando Roscio era actor en Roma...

POLONIO.- Señor, los cómicos han venido.

HAMLET.- ¡Tuh!, ¡tuh!, ¡tuh!

POLONIO.- Como soy hombre de bien que sí.

HAMLET.- Cada actor viene caballero en burro

POLONIO.- Estos son los más excelentes actores del mundo, así en la Tragedia como en la Comedia. Historia o Pastoral: en lo Cómico-Pastoral, Histórico-Pastoral, Trágico-Histórico, Tragi-Cómico Histórico-Pastoral, Escena indivisible, Poema ilimitado... ¡Qué! Para ellos ni Séneca es demasiado grave, ni Plauto demasiado ligero, y en cuanto a las reglas de composición y a la franqueza cómica, éstos son los únicos.

HAMLET.- ¡Oh! ¡Jephte, Juez de Israel!... ¡Qué tesoro poseíste!

POLONIO.- ¿Y qué tesoro era el suyo, señor?

HAMLET.- ¿Qué tesoro?

No más que una hermosa hija

a quien amaba en extremo.

POLONIO.- Siempre pensando en mi hija.

HAMLET.- ¿No tengo razón, anciano Jephte?

POLONIO.- Señor, si me llamáis Jephte, cierto es que tengo una hija a quien amo en extremo.

HAMLET.- ¡Oh! no es eso lo que se sigue.

POLONIO.- ¿Pues que sigue señor?

HAMLET.- Esto.

No hay más suerte que Dios ni más destino;
y luego, ya sabes:
que cuanto nos sucede Él lo previno.

Lee la primera (87) línea de aquella devota canción, y ella sola te manifestará lo demás. Pero, ¿veis? ahí vienen otros a hablar por mí.





Escena X



HAMLET, RICARDO, GUILLERMO, POLONIO y cuatro cómicos



HAMLET.- Bienvenidos, señores; me alegro de veros a todos tan buenos. Bienvenidos... ¡Oh! ¡Oh camarada antiguo! Mucho se te ha arrugado la cara desde la última vez que te vi. ¿Vienes a Dinamarca a hacerme parecer viejo a mí también? Y tú, mi niña, ¡oiga!, ya eres una señorita; por la Virgen, que ya está vuesarced una cuarta más cerca del cielo, desde que no la he visto. Dios quiera que tu voz, semejante a una pieza de oro falso, no se descubra al echarla en el crisol. Señores, muy bienvenidos todos. Pero, amigos, yo voy en derechura al caso, y corro detrás del primer objeto que se me presenta, como halconero francés. Yo quiero al instante una relación. Sí, veamos alguna prueba de vuestra habilidad. Vaya un pasaje afectuoso.

CÓMICO l.º.- ¿Y cuál queréis, señor?

HAMLET.- Me acuerdo de haberte oído en otro tiempo una relación que nunca se ha representado al público, o una sola vez cuando más... Sí, y me acuerdo también que no agradaba a la multitud; no era ciertamente manjar para el vulgo. Pero a mí me pareció entonces, y aun a otros, cuyo dictamen vale más que el mío, una excelente pieza, bien dispuesta la fábula y escrita con elegancia y decoro. No faltó, sin embargo, quien dijo que no había en los versos toda la sal necesaria para sazonar el asunto, y que lo insignificante del estilo anunciaba poca sensibilidad en el autor; bien que no dejaban de tenerla por obra escrita con método, instructiva y elegante, y más brillante que delicada. Particularmente me gustó mucho en ella una relación que Eneas hace a Dido, y sobre todo cuando habla de la muerte de Príamo. Si la tienes en la memoria... Empieza por aquel verso... Deja, deja, veré si me acuerdo.

Pirro feroz como la Hyrcana tigre ...
No es éste, pero empieza con Pirro... ¡ah!...
Pirro feroz, con pavonadas armas,

negras como su intento, reclinado

dentro en los senos del caballo enorme,

a la lóbrega noche parecía.

Ya su terrible, ennegrecido aspecto

mayor espanto da. Todo le tiñe

de la cabeza al pie caliente sangre

de ancianos y matronas, de robustos

mancebos y de vírgenes, que abrasa

el fuego de los inflamados edificios

en confuso montón; a cuya horrenda

luz que despiden, el caudillo insano

muerte y estrago esparce. Ardiendo en ira,

cubierto de cuajada sangre, vuelve

los ojos, al carbunclo semejantes,

y busca, instado de infernal venganza,

al viejo abuelo Príamo...

Prosigue tú.

POLONIO.- ¡Muy bien declamado, a fe mía! Con buen acento y bella expresión.

CÓMICO 1.º.- Al momento

le ve lidiando, ¡resistencia breve!

contra los Griegos; su temida espada

rebelde al brazo ya, le pesa inútil.

Pirro, de furias lleno, le provoca

a liza desigual; herirle intenta,

y el aire solo del funesto acero

postra al débil anciano. Y cual si fuese

a tanto golpe el Ilión sensible,

al suelo desplomó sus techos altos,

ardiendo en llamas y al rumor suspenso.

Pirro... ¿Le veis? La espada que venía

a herir del Teucro la nevada frente

se detiene en los aires, y él inmoble,

absorto y mudo y sin acción su enojo,

la imagen de un tirano representa

que figuró el pincel. Mas como suele

tal vez el cielo en tempestad oscura

parar su movimiento, de los aires

el ímpetu cesar, y en silenciosa

quietud de muerte reposar el orbe;

basta que el trueno, con horror zumbando,

rompe la alta región, así un instante

suspensa fue la cólera de Pirro

y así, dispuesto a la venganza, el duro

combate renovó. No más tremendo

golpe en las armas de Mavorte eternas

dieron jamás los Cíclopes tostados,

que sobre el triste anciano la cuchilla

sangrienta dio del sucesor de Aquiles.

¡Oh! ¡Fortuna falaz!.. Vos, poderosos

Dioses, quitadla su dominio injusto;

romped los rayos de su rueda y calces,

y el eje circular desde el Olimpo

caiga en pedazos del Abismo al centro.

POLONIO.- Es demasiado largo.

HAMLET.- Lo mismo dirá de tus barbas el barbero. Prosigue. Éste sólo gusta de ver hablar o de oír cuentos de alcahuetas, o si no se duerme. Prosigue con aquello de Hécuba.

CÓMICO 1.º.- Pero quien viese, ¡oh! ¡Vista dolorosa!

la mal ceñida Reina...

HAMLET.- ¡La mal ceñida Reina!

POLONIO.- Eso es bueno, mal ceñida Reina, ¡bueno!

CÓMICO 1.º.- Pero quien viese, ¡oh vista dolorosa!

La mal ceñida Reina, el pie desnudo,

girar de un lado al otro, amenazando

extinguir con sus lágrimas el fuego...

En vez de vestidura rozagante

cubierto el seno, harto fecundo un día,

con las ropas del lecho arrebatadas

(ni a más la dio lugar el susto horrible)

rasgado un velo en su cabeza, donde

antes resplandeció corona augusta...

¡Ay! Quien la viese, a los supremos hados

con lengua venenosa execraría.

Los Dioses mismos, si a piedad les mueve

el linaje mortal, dolor sintieran

de verla, cuando al implacable Pirro

halló esparciendo en trozos con su espada,

del muerto esposo los helados miembros.

Lo ve, y exclama con gemido triste,

bastante a conturbar allá en su altura

las deidades de Olimpo, y los brillantes

ojos del cielo humedecer en lloro.

POLONIO.- Ved como muda de color y se le han saltado las lágrimas. No, no prosigáis.

HAMLET.- Basta ya; presto me dirás lo que falta. Señor mío, es menester hacer que estos cómicos se establezcan, ¿lo entiendes? Y agasajarlos bien. Ellos son, sin duda, el epítome histórico de los siglos, y más te valdrá tener después de muerto un mal epitafio, que una mala reputación entre ellos mientras vivas.

POLONIO.- Yo, señor, los trataré conforme a sus méritos.

HAMLET.- ¡Qué cabeza ésta! No señor, mucho mejor. Si a los hombres se les hubiese de tratar según merecen, ¿quién escaparía de ser azotado? Trátalos como corresponde a tu nobleza, y a tu propio honor; cuanto menor sea su mérito, mayor será tu bondad. Acompáñalos.

POLONIO.- Venid, señores.

HAMLET.- Amigos id con él. Mañana habrá comedia. Oye aquí tú, amigo; dime ¿no pudierais representar La muerte de Gonzago?

CÓMICO l.º.- Sí señor.

HAMLET.- Pues mañana a la noche quiero que se haga. Y ¿no podrías, si fuese menester, aprender de memoria unos doce o dieciséis versos que quiero escribir e insertar en la pieza? ¿Podrás?

CÓMICO 1.º.- Sí señor.

HAMLET.- Muy bien; pues vete con aquel caballero, y cuenta no hagáis burla de él. Amigos, hasta la noche. Pasadlo bien.

RICARDO.- Señor.

HAMLET.- Id con Dios.







Escena XI

HAMLET

HAMLET.- Ya estoy solo. ¡Qué abatido! ¡Qué insensible soy! ¿No es admirable que este actor, en una fábula, en una ficción, pueda dirigir tan a su placer el ánimo que así agite y desfigure el rostro en la declamación, vertiendo de sus ojos lágrimas, débil la voz, y todas sus acciones tan acomodadas a lo que quiere expresar? Y esto por nadie: por Hécuba. Y ¿quién es Hécuba para él, o él para ella, que así llora sus infortunios? Pues ¿qué no haría si él tuviese los tristes motivos de dolor que yo tengo? Inundaría el teatro con llanto, su terrible acento conturbaría a cuantos le oyesen, llenaría de desesperación al culpado, de temor al inocente, al ignorante de confusión, y sorprendería con asombro la facultad de los ojos y los oídos. Pero yo, miserable, sin vigor y estúpido, sueño adormecido, permanezco mudo, ¡y miro con tal indiferencia mis agravios! ¿Qué? ¿Nada merece un Rey con quien se cometió el más atroz delito para despojarle del cetro y la vida? ¿Soy cobarde yo? ¿Quién se atreve a llamarme villano? ¿O a insultarme en mi presencia? ¿Arrancarme la barba, soplarmela al rostro, asirme de la nariz o hacerle tragar lejía que me llegue al pulmón? ¿Quién se atreve a tanto? ¿Sería yo capaz de sufrirlo? Sí, que no es posible sino que yo sea como la paloma que carece de hiel, incapaz de acciones crueles; a no ser esto, ya se hubieran cebado los milanos del aire en los despojos de aquel indigno. Deshonesto, homicida, pérfido seductor, feroz malvado, que vive sin remordimientos de su culpa. Pero, ¿por qué he de ser tan necio? ¿Será generoso proceder el mío, que yo, hijo de un querido padre (de cuya muerte alevosa el cielo y el infierno mismo me piden venganza) afeminado y débil desahogue con palabras el corazón, prorrumpa en execraciones vanas, como una prostituta vil, o un pillo de cocina? ¡Ah! No, ni aun sólo imaginarlo. ¡Eh!... Yo he oído, que tal vez asistiendo a una representación hombres muy culpados, han sido heridos en el alma con tal violencia por la ilusión del teatro, que a vista de todos han publicado sus delitos, que la culpa aunque sin lengua siempre se manifestará por medios maravillosos. Yo haré que estos actores representen delante de mi tío algún pasaje que tenga semejanza con la muerte de mi padre. Yo le heriré en lo más vivo del corazón; observaré sus miradas; si muda de color, si se estremece, ya sé lo que me toca hacer. La aparición que vi pudiera ser un espíritu del infierno. Al demonio no le es difícil presentarse bajo la más agradable forma; sí, y acaso como él es tan poderoso sobre una imaginación perturbada, valiéndose de mi propia debilidad y melancolía, me engaña para perderme. Yo voy a adquirir pruebas más sólidas, y esta representación ha de ser el lazo en que se enrede la conciencia del Rey.

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