lunes, 2 de agosto de 2010

Capitulo III

EL COCKTAIL-PARTY


Me hago dirigir las cartas al Crillón, y ayer tuve la sorpresa de recibir un convite de las señoritas Cepeda. Son las niñas de moda, por su belleza y su plata. La tarjeta en que estaba escrito mi nombre me trajo una ráfaga de pensamientos contradictorios, entre los cuales dominó el asombro de ser invitada. En efecto: desde que le vendí el chalet de Providencia, la señora Cepeda dejó de saludarme, lo cual no sé a qué atribuir; sus hijas, igualmente, han cambiado de maneras respecto a mí; a veces me acerco a su grupo y noto, en la suspensión súbita de sus palabras, que era yo el objeto de su conversación. Ya sabemos que las señoritas Cepeda son nuevas en nuestro gran mundo; su padre entró violentamente en sociedad, gracias a la especulación, y ellas llevan impresas en sus caras las etapas de la escabrosa ascensión. Sus dientes agudos, sus barbillas afiladas, conservan rasgos de pasiones violentas y de luchas solapadas. La sociedad moderna no resiste contra la gente que tiene plata para comprarse la entrada: primeramente, los acepta en el Club de la Unión; después, en el Golf, y más tarde en los salones donde se juega bridge. El señor Cepeda sabe hacerse útil a la gente aristocrática: les presta plata o les da buenos datos para especular, porque él juega en la Bolsa con naipes marcados; la señora fundó su Gota de Leche y sabe arrimarse por el lado de la terrible seriedad nacional, asistiendo a conferencias soporíferas y halagando a los pilares sociales, cuyo trato da un brillo especial. Además, el señor Cepeda juega bridge admirablemente. Es el único juego en que no hace trampa, y a veces se deja ganar por educación. Ya sabemos lo susceptible que es su familia; es frágil como el cristal; la menor alusión frente a ellas puede adquirir una frondosidad extraordinaria; tampoco se pueden gastar bromas, por cuanto la gente, en su primera etapa, no sabe conocer el buen humor o la crítica impersonal: en toda expansión verbal cree adivinar imágenes alusivas o burlas directas.

La familia Cepeda es muy sentida: una sonrisa o una palabra que puedan prestarse a esta clase de dudas, provoca en su espíritu dramas profundos y reclaman venganzas terribles. El temor a sentirse menospreciadas es atávico y proviene del largo período de decadencia, donde incubaron el rencor. Ellas creen que yo experimento el orgullo de tener parientes oligarcas de buena cepa; creen que porque soy Iturrigorriaga debo despreciarlas y experimentar respecto a ellas la fuerza de mi grado social superior, como ellas experimentarían por mí, si ellas fueran Iturrigorriaga y yo fuera ellas, todo lo cual es falso, a menos que, sin quererlo, tenga yo arrestos de una oligarquía agonizante en mí.

El caso es que me invitaron, y, en el momento de leer su tarjeta, pensé en todo, menos en que pudiera haberlas herido en su vanidad de iniciadas. ¡Tontas! Ignoran que soy sol poniente y que su ayuda me haría elevarme de nuevo. ¿Por qué iría a provocarlas?

Me preparé para asistir, sin presentimientos, al malhadado cocktail, y me compré traje nuevo, que me costó sangre, en la Casa Venecia.

Las fiestas de la familia Cepeda comienzan a ser famosas en Santiago: se toma champagne todavía. Dan comidas rosadas y bailes de disfraces. La plata del padre da para todo. El chalet ha sido agrandado y enjoyado.

Soy tan ingenua, que me prometí pasarlo en forma divina. La mayor parte de la tarde estuve ensayando posiciones y caritas ante el espejo; me hice una boca larga, porque ahora se está usando boca grande, parecida a la de los payasos; algunas se dibujan el corazón invertido, con el labio de arriba para abajo. Aun tuve la audacia de cambiar de peinado, haciéndome uno que admiré en las hijas del Ministro de China. Es un peinado sensacional, que se traen de la remota madre asiática; da al pelo una consistencia de caucho, y los tirabuzones, en forma arqueada hacia arriba, semejan garras de dragones o techos de pagodas. En fin: me puse rimmel y colorete hasta decir que m'eché con l'olla.

Estaba feliz de ir a un cocktail. A las siete partí, despidiéndome de la Rubilinda, que estuvo un rato conversándome de los ratones. Le habían comido el jabón Gringo.

Mientras hablaba con ella, no dejé de mirarme en el espejo, segura de que encontraría a Gastón en el cocktail. Por fin, después de afianzar bien el peinado con un sombrerito diminuto, parecido a tapa de polvera, ladeado en la cabeza, salí a la calle. Me hice conducir en auto a Providencia. Llegué un poco tarde.

En el recibimiento, los mozos me pidieron el abrigo, pero yo no tenía chal ni tapado que dejar. Me miré en otro espejo, y vi al fondo a las mujeres de preciosos vestidos, y a los hombres de trajes negros, bajo las luces. Al lado izquierdo, en una penumbra agradable, se veía el buffet.

Me toqué a ambos lados con las manos sobre las sienes, para tantear el peinado, y penetré en el campo de batalla. El jazz tocaba a la carga, detrás de unas flores. Lo primero que vi fue a la magnífica señora Cepeda, con su peinado alto y el aparatoso vestido perlado, de Patou; era como la generala de ese campo de batalla; en aproximándome a ella percibí una onda de perfumes exquisitos y violentos. La saludé, inclinándome, sin dejar de fijarme en su mirada dura e inquisitiva. No supe qué pensar. No puede creerse engañada por la venta del chalet, puesto que se lo di barato. Por lo demás, vi que todo en esa casa había sido transformado a gran costo. Sudaba plata por todos los poros.

¡Siempre la plata, la plata, dueña de todo!

La señora Cepeda tomó asiento; carece de gracia mundana, pero la suple con sus lecturas de libros raros; rodeada de escritores jóvenes y de políticos, en su sofá verde parecía una tigresa real en la selva. ¡Qué pronto se asimilan el gesto dominador cuando están doradas en libras esterlinas! Me sentí cohibida y empequeñecida. Esto me pasa siempre en las fiestas grandes. ¿Qué represento yo? Cada una que me saluda o habla conmigo me empequeñece, me quita algo de mi espíritu, y al fin me siento debilitada. Es que las ilusiones que nos forjamos sobre nosotros quedan muy por debajo de la realidad.

Cuando me acerqué a las señoritas Cepeda, las vi rodeadas de amigos y amigas. Estaban admirables y crueles. Al saludarlas, noté en sus expresiones un relámpago de inteligencia irónica que me onduló por la espalda. Fue algo así como una advertencia física; el caso es que, después, permanecí un rato frente a ellas, y nadie, ni ellas, ni yo, ni Pipo, que es el novio de la mayor, atinamos a decir palabra. De pronto advertí al otro lado los ojos colaboradores de la señora Rubilar, y fui hacia ella. Entonces sí que volvió el aplomo a mi cuerpo, que ya empezaba a volverse líquido. Me elogió el traje y el peinado.

—Una linda bayadera —me dijo.

Yo le devolví el piropo, según es costumbre; sin embargo, nadie mentiría al decirle que tiene una frescura de lirio. Ella misma me llevó hacia mi diplomático Gastón y me dejó con él. Nada en el mundo podría agradecerle más que esto.

A pesar de su polar cortesía, el diplomático me turba; desearía arrancarle de cuajo el secreto de su reticencia, de su aislamiento. ¿Qué misterio hay en este hombre? Su corrección parece aprendida en la infancia y conservada a guisa de escudo. Aunque sonría con la mejor amabilidad, se le siente distante, o bien se le siente hacia adentro de sí mismo.

Al fin, la sensación que me produce es de tortura; si estuviera sola con él en un campo, le estrujaría las manos y le arrancaría su secreto; pero ahí, en un cocktail, no obstante todas las picardías y venenos modernos, permanecemos esclavos de nuestra educación y de nuestra dignidad de aldeanos disfrazados de vividores modernos. No somos otra cosa que huasos vestidos en las Galerías Lafayette, empaquetados y graves como tolomiros pascuenses.

Sería capaz de quererlo, y me agrada porque habla bien. Precisamente, a él le gusta todo lo contrario, y anota nuestras expresiones más vulgares. Si estuviéramos en el campo, con todas las velas sueltas, le diría que no es un cabro ligador, que su frialdad conmigo le llegará al mate y que amarlo será como pellizcar vidrio. ¡Pero estamos en un salón social!

Me creí muy interesante mientras conversaba con él de majaderías, porque en ese momento no pasaba inadvertida: mi vestido es de esos que muchas manos palparon en la Casa Venecia. Me creí muy interesante mientras estuve frente a mi diplomático; me creí triunfadora durante veinte minutos, y ahora, cuando recuerdo lo que pasó después, me pongo colorada, aunque esté sola y en la cama. Es un bochorno que aun ahora me altera la mano al recordarlo.

De vez en cuando, la vida nos da chicotazos para recordarnos que habitamos en la larga y angosta faja de envidia, que se llama Chile. Gastón se despidió amablemente, juntando los talones a la moda militar, y en el acto, como si brotara por escotillón, Pipo vino a sentarse a mi lado. No era el Pipo de siempre: sus ojos rojizos, hinchados, lo mismo que su tez pajiza, revelaban al hombre que comienza a beber y a trasnochar por costumbre; al mismo tiempo, vagaba en sus rasgos algo de venenoso. Se inició con frases desgarbadas, muy lejos de la urbanidad del caballero que acababa de dejarme; en su acento noté que ocultaba una idea, una frase, alguna cosa premeditada. Debí salir en el acto, pero nadie es adivina, y quedé atontada, igual que el pajarillo fascinado por la culebra. Podría enumerar, sin una falla, a la gente que veía en ese instante; desde luego, los jóvenes de moda. El gordito E., que se ha hecho una manera propia de gracejo, hablando a lo huaso y fingiéndose medio ingenuo. Con esta manera puede atreverse a las mayores audacias; dirá atrocidades de doble sentido y lo encontrarán cada día más gracioso. Otros de su círculo coleccionan gracias de almanaque y de zarzuela, las que largan con la seguridad de que ninguna oyente leyó nada. El éxito de algunos graciosos, como de algunos escritores de la alta sociedad, proviene de que se dirigen a un público de una ignorancia virginal, que no ha leído nada. Al fondo vi a la señora Rubilar, al parecer indiferente a todo, dejándose admirar su maravilloso vestido de Chanel y sus grandes ojos de retrato.

Las niñas Cepeda cambiaron una mirada rápida y decidora con Pipo, que se movió algo en su silla; luego, me miraron a mí con esos ojos provistos de garras. Noté en el ambiente ese sadismo solapado del alfilerazo. El instinto me avisó de un peligro. Pero no sabía qué, no podía adivinar qué clase de peligro me acechaba; había en la actitud de la gente un misterio inaccesible a mi inteligencia. De pronto, Pipo me llamó a un rincón apartado de la concurrencia. Nos sentamos y me dijo:

—Teresita, tengo algo que decirle. Me tocó en suerte, en rifa, decirle algo.

—¿Decirme algo? —pregunté, como si me hubiera mordido una araña. (Me decía "Teresita" sólo cuando quería hacerme daño).

—Sí. Echamos en suerte a ver quién le daría a usted un consejo de amigo, y me tocó a mí.

—¿Un consejo a mí? —volví a preguntar.

Al oír esto, y por el modo de decírmelo, la sangre me afluyó a la cara y mis pies se crisparon dentro de los zapatos nuevos. En repetidas ocasiones había notado que Pipo cuchicheaba de manera maligna cuando mi cuerpo se deslizaba cerca del suyo; la tensión de mis nervios era extrema. Mis ojos se nublaron ante la expectativa, pues estaba segura de oír algo malo, muy malo. Quedé silenciosa, esperando. Esto ocurrió en menos tiempo en que tardo en escribirlo.

—Usted me excusará —volvió a repetir Pipo, jugando con la servilleta de papel.

Aun cuando su boca, al hablar, permenecía casi junta, sus palabras me mordieron como si fueran colmillos que se clavaran en mi carne. Intenté retirarme, pero él me tomó por la manga, diciéndome:

—Siéntese.

Una onda de miedo recorrió mi cuerpo, porque su cara se puso tan repulsiva y fría como la del muchacho que ha cogido una mosca para sacarle las alas. Un deseo antiguo de destrucción no puede ocultarse cuando vuelve a habitar el espíritu. El caso es que no pude salir.

—¿Qué es lo que pasa? -pregunté, mirando a todos lados.

—He dado mi palabra de que se lo diré —replicó.

Estaba pillada sin remedio, y era forzoso escuchar lo que iba a decir. Miré otra vez alrededor y vi a la señora Rubilar, calmosa, magnífica en su colorido inalterable de mármol trigueño. El diplomático, siempre frío, parecía ajeno a todo, en su rincón. Yo los miraba, buscando en ellos la única ayuda posible.

—Bueno, termine de una vez.

—Así me gusta —dijo él—. Usted es valiente. Voy a decírselo.

En su voz y ademanes había algo del médico, preparado para hacer una operación.

—Termine, por favor.

—Es que, bailando algunas veces..., no se trata de un defecto grave, sino de algo subsanable...Es decir, hay personas que traquetean, se agitan, transpiran, y luego, sin darse cuenta, despiden un olorcillo...que, en sociedad... pueden prestarse a interpretaciones nada halagadoras... Es este defecto el que...

Yo no oía nada ya; estaba vacía, sin sentir. Mis ojos quedaron sólidos, fijos en él, convertidos en vidrio. Sus últimas palabras me arrancaron al única ala que me quedaba.

—Y contra esto —dijo— el remedio está en la mano, Teresita. A nadie le hace falta un poco de agua para lavarse. Agua y polvos de talco. Hay desodorantes.

Quedé destruida, consciente apenas de mi cuerpo y mis movimientos por una onda de vida, aparte de la voluntad. El asunto era tan inesperado como denigrante, y probaba un refinamiento de maldad. No se puede ultrajar a una niña, que recién empieza, de una manera más cobarde; porque otros ultrajes se persiguen y se pagan. Éste permanece en categoría de burla y queda fuera de las leyes.

Eso era: me daban fama de cochina, y, no contentos con eso, me lo refregaban en la cara. Ninguna reflexión se me ocurrió en el instante inmediato de oír esas crueldades. Tuve el sentimiento de que volaba en pedazos, quedándome solamente una conciencia inflamada, en la agonía. Mi cuerpo ofendido tuvo una reacción lenta; la sangre quiso defenderme, agolpándose en mis órganos vitales, y también me puse a transpirar. La sola idea que me ocurrió fue salir de allí; ni un momento pensé en excusarme ni defenderme. ¿Para qué? El escándalo hubiera sido mayor. Perdí la noción del terreno, y comencé a salir. Solamente ellas, las Cepeda y sus íntimas, me miraban con hartura de fieras, demostrando que la burla fue fraguada por ellas. El resto del público era indiferente. Para él, todo estaba igual.

Salí sin saber dónde ponía los pies, y así llegué a la calle por fin. La señora Rubilar me esperaba en la puerta; se había dado cuenta de que algo inusitado me ocurría.

—¿Qué le pasa? —me preguntó—. La he visto salir de pronto, demudada, nerviosa. ¿Se siente mal?

—Sí, me siento mal —dije, inerte, pálida, vaciada.

—¿Qué ha sido?

—Mañana sabrá; todos sabrán.

—No haga caso de eso, nena —me dijo la señora Rubilar, pasándome su pañuelo por los ojos y las mejillas, como la Verónica. En su mirada pura se leía la aceptación serena de los males del pobre mundo, pero en ese instante no supe apreciar tanta bondad y, dejándola suspensa y triste, eché a andar, sin siquiera decirle adiós.

Eché a andar, atropellando a las gentes; pasaba las calles sin miedo a los autos, pensando en la escena tan estúpida y cruel. Conozco a Santiago, y sé que una mala fama no se borra jamás. Yo estaba marcada con el estigma de sucia. Lo divulgarían para deshacerse de mí, pues sé que si algo disgusta a la gente, es eso.

Me hirieron en mi vanidad, me hirieron muy hondo, y es posible que hasta el lector de estas líneas conozca mi caso, porque en Santiago las noticias que deprimen a alguien corren como aceite.

En cincuenta años más, las hijas de las señoritas de hoy contarán mi caso a sus hijas, recomendándoles que sean limpias y usen jabón. En todo caso, yo he quedado excluida de ese mundo, igual a esas niñas que, por un motivo vergonzoso, son expulsadas de los colegios y quedan marcadas con un estigma. Me han expulsado de su mundo, precisamente en la tarde en que me creí seductora. Estaba expulsada de mi esfera social; esto se había ido operando poco a poco; yo me había ido ensiuticando, porque primero se pierde el dinero, después el confort y, sin sentirse, vamos rodando a las condiciones insalubres, hasta oler mal, lo cual es la muerte para una mujer.

Un joven moderno, fumador y bebedor, no huele a rosas... Pero el hombre se lo permite todo; oler mal es uno de los derechos del hombre...

Al salir a la calle comprendí que mi vida de todos los días quedaba terminada, y era preciso comenzar otra. Sin embargo, las cosas, la gente, todo seguía igual.

Caminando entre el público indiferente de la noche, me veía lo mismo que si me desdoblara; me veía en el incidente, frente a Pipo, y, también, cuando me puse de pie para salir, caminando torpemente, entre los pilares y mesitas del salón, haciendo mi tic de familia, mi tic de Iturrigorriaga, mordiéndome el labio de abajo y abriendo la boca, como pescado. Iba ultrajada, sin saber llevar el paso bajo los ojos de la gente. Me equivocaba de puerta, los pasos me parecían mil.

Así fui pensando, por la calle, cruzando de una vereda a otra, sin miedo a los autos, rehaciendo la crueldad de la escena. Así llegué a la Alameda y a la calle Libertad, por donde tomé derecho hasta mi casa; entré en mi cuarto y me tiré en la cama, vestida, igual a una coneja perseguida que llega a su cueva. Pero me puse de pie de un salto, porque tuve miedo de la soledad, del reposo, donde las ideas se aconcharían y mi desgracia comenzaría a crecer. Mi desaseo, una cosa al parecer tan sencilla y fácil de remediar, era la causa de mi drama. El desaseo. Parece que no fuera nada, y lo era todo en ese instante.

La nerviosidad de esos días, mi afán de buscar plata para alimentarnos, era la causa del descuido de mi persona. Al pensar así, levanté los brazos y aspiré el vaho caliente y triste de mi pobre cuerpo, presa de violencia y fiebre. Era ahí, en esa parte de mi organismo—en las axilas—, donde se condensaba el ambiente delator de mis descuidos de higiene. Mis brazos levantados despidieron el calor penetrante de la maquinaria humana, del seno cansado y aporreado donde el pobre corazón se defiende; era parecido al vaho de las fabricanas del pueblo, que una encuentra en apreturas, en desfiles, en tranvías, en teatros baratos.

Llegó la cocinera a preguntarme si quería comer.

-Nada. Déjeme sola -le dije, atropellando la dignidad casera.

Quería no pensar, pero era inútil. Dejé deslizarse mi alma a un barranco. De pronto fui a la calle, sin sombrero; me detuve en la puerta y contemplé las estrellas. La noche era bonita; los chiquillos jugaban, gritando, en la calle; a lo lejos se escuchaba un tamboreo sordo y persistente, de cueca.

Yo era otra ya, enteramente otra; la vida iba a comenzar en distinta forma. Lo que no pudieron hacer los consejos de familia lo hizo el vaho natural de mi cuerpo, que me arrancó de la vida habitual.

Vi llegar a la vecina cartonera, pasiva y sumisa, igual a un caballo de carretón; venía de la fábrica, donde fue a entregar por tres pesos el fruto de su trabajo; venía encorvada. La saludé, y ella quedó suspensa por mi manera efusiva de abrazarla. Debió creerme borracha. La besé, entré tras ella en su cuarto, familiarmente, y me senté en su propia cama, debajo de la imagen de la Virgen.

-¡Soy muy desgraciada! -exclamé.

La pobre obrera no se asombró, porque la vida de los santos, el purgatorio y el cielo la envuelven en una atmósfera sobrenatural. No comprendía gran cosa en mi actitud; me miraba esperando nuevas excentricidades.

-Ahora seremos muy amigas. ¿No es cierto?

Le tomé las manos; acaricié sus sucios dedos, picados por la viruela de la costura, llevándolos a mis labios. Me miró como se mira a la persona que súbitamente se ha vuelto loca.

-No voy a entretenerla mucho..., usted tiene que trabajar -le dije. Me despedí

Hecho esto, volví a la casa y pedí a gritos el sombrero negro. Cuando a una le va mal se desquita cobardemente con los seres modestos, incapaces de hacernos daño. Así hice con la cocinera: luego de llamarla de malos modos le dije que fuera a acostarse y no se preocupara de mí. Me puse el sombrero y salí a la Alameda. Después de vagar sin rumbo por unas cuantas calles, el instinto animal que me dominaba me hizo recordar la casa donde nací y, sin saber cómo, de repente, me encontré en la calle Dieciocho frente a la verja y el jardín, tan conocido, de mi infancia; al fondo se divisaba la casa habitada por otros. Estaban comiendo. El jardín había cambiado, pero mi ventana, la enredadera, el banco de piedra eran los mismos.

El perfume del jardín y de la casa me era conocido y agradable: una mezcla de pinos, de flores, de madera pintada y de hierba seca llegó a mis sentidos. Ahí estaba la enredadera de rosas que yo planté una mañana; hacía cinco años de eso. Ya cubría la muralla. En el quiosco jugué muchas veces con las amigas, unas hijas de general. Jugábamos a las visitas, metiéndonos bajo los asientos como conejos en sus agujeros. Las cortinas permanecían corridas, pero la amplia ventana del comedor, abierta en esa noche cálida, permitía ver la silueta de las personas que en ese momento engullían sin demostrar otra cosa que la más plácida bonanza. ¡Qué desgraciada soy! Sola, sin padre ni madre, vagando a la ventura, en tanto la gente, los pobres y los ricos, terminaban de comer en agradable sobremesa. Tuve deseos de ir al otro lado de Santiago, donde vive Gastón. Al pensarlo sentí un gusto amargo en la boca. ¿Y para qué? Anduve vagando por otras calles, mirando más el cielo que la tierra. La noche era estrellada, sin nubes; estrellas, estrellas, estrellas, y más lejos, polvareda de astros. Esta contemplación me reconfortó. Las ideas más extrañas, que no recordaba haber tenido jamás, comenzaron a afluir a mi cabeza cansada; en la plaza donde está la estatua de Ercilla, miré la bóveda estrellada, inclinando violentamente la cabeza hacia atrás, hasta sentir vértigo, y pensé: "Si todo fuera ilusión, si no hubiera nada, nada, nada". Pero una duda me asaltaba, diciéndome: "Siempre habría algo, porque hasta la nada es algo". Y eso no tiene fin, por cuanto detrás de las estrellas hay otra cosa, y más allá otra, y otra, hasta no acabar jamás. ¿Para qué sufrir si no sabemos el objeto de tanto trabajo y miseria? ¡Si me suicidara! El suicidio es el fin y sirve para dignificarse y explicarse. ¿Si fuera al canal San Carlos, donde se zambullen las penas santiaguinas y me arrojara a esas aguas barrosas?

Al día siguiente todo Santiago hablaría de mí y nadie podría pensar en un accidente, por cuanto dejaría una carta a la Rubilinda, advirtiéndole que ocultara la noticia al papá. La gente comentaría el caso de mil maneras, y ya no me verían más, nunca más; el centro no vería pasar ya más este cuerpo anhelante y afiebrado. Cuando el jazz del Lido electriza a las parejas yo estaría hinchada y verdosa en las aguas del canal. Al día siguiente, un arriero descubriría mi cuerpo; llegarían los carabineros: "Una mujer joven y al parecer decente". Después sabrían mi nombre y los diarios publicarían mi retrato, el retrato de Sivar, y debajo las frases hipócritas y falsas de siempre: "Nuestra sociedad está de duelo con el fallecimiento de la señorita Teresa Iturrigorriaga, ocurrido ayer. La nobleza de su corazón, su extremada juventud y las bellas prendas de carácter que la adornaban hacen doblemente cruel esta muerte. Los funerales se efectuarán hoy". El coche fúnebre saldría balanceándose, como he visto tantos, por la calle Romero. La cartonera, la Rubilinda, quedarían llorando, y detrás iría, en el coche negro, el tío Manuel solo, mordiéndose el labio con el tic de la familia. Los hombres, al pasar mi ataúd, se sacarían el sombrero. ¡Último paseo por Santiago, pasando por la Avenida de la Paz!

Al saber mi muerte las chiquillas Cepeda sentirían remordimiento. Toda la gente sentiría compasión por mí, al saber que alimentaba a un padre y a una sirvienta en el rancho de la calle Romero abajo. No teníamos baño por falta de plata.

Animada por este pensamiento, no dejé de vagar de un lado a otro durante la noche. Estaba segura de que nadie me haría daño al ver mi cara llena de algo así como la muerte. Los ruidos de la noche, que a veces escuchamos en la cama, tenían un valor centuplicado: crujidos de trenes, saliendo semidormidos; pitos que se responden en las encrucijadas; campanillas fúnebres; voces apagadas; platos que rompen los fantasmas en las casas solitarias, y un ronquido uniforme, igual, como el trabajo de un herrero distante. Automóviles pasaban de vez en cuando con gente cantando adentro, y balanceándose, más llenos de alcohol que de bencina.

Así anduve de un lado a otro de la ciudad. De pronto regaron las calles unos murciélagos municipales; el cielo rompió en claridad rojiza que se fue haciendo dorada hacia la cordillera; los focos eléctricos murieron suavemente, parpadeando sin dolor, y la calle quedó envuelta en leche de cielo. Un murmullo material se escuchó en la ciudad; se abrió una puerta; silenciosa beata vestida de negro se deslizó a comulgar. La campana vibró; del cielo bajaba una luz, pálida primero, dorada luego, y de fuego al fin, semejando un beso largo y ardiente de la atmósfera a la tierra. Era el beso de la aurora que cada día estremece al mundo y lo levanta. Pasó un tranvía haciendo retemblar los adoquines. ¡Otro día! ¡Otra vez levantado el telón sobre el escenario de la grotesca farsa! ¡La vida! ¡Otro día! Y yo, afiebrada, sin dormir ni alimentarme, vagando herida como un zorzal. Miré a todos lados y vi que estaba desembocando en el barrio de la Estación Mapocho. Las cimas dentelladas de los Andes se divisaban en una pureza indescriptible; todo el barrio vibraba de vigor; mozos y mozas fuertes de la Vega llevaban hortalizas en las cabezas torunas; cocineras matutinas comenzaban a regatear y a sisar, murmurando de sus patronas; carretelas de mano, voceros, cachureros; hampa de alborada sacudía al barrio. Tanta actividad fue mi poderoso tónico, llenándome de ese dulce engaño que se llama esperanza; tuve deseos de campo, de mercados, de meriendas, y mis heridas cicatrizaban haciéndome amar otra vez el misterio de vivir.

Entonces el paisaje se resumió para mí en un nombre: la señora Rubilar. Ella era la única persona de sociedad ante quien no me avergonzaría de presentarme con mi fama de sucia. Podría llegar a su casa, aunque ignoraba el nombre y el número. Era doblando la Escuela de Medicina. Ella estaría allí; ella me consolaría. A esa hora estaría levantada, vigilando a sus lindas discípulas. Estaría en el baño. Desde esa aventura, el baño crecía con un significado más personal y mortificante. ¿No me había dicho Pipo que yo debía bañarme, que a él lo habían comisionado para que me lo dijera? El baño, ¡caramba! Eso cuesta caro, porque una tina sin califón sirve solamente para lavar ropa. El baño completo, con gas, vale miles de pesos. Tenía hambre, y esta hambre me hizo penetrar en una cafetería, cosa que antes no hubiera hecho jamás, por respeto personal; pero en ese instante vencí los lejanos y vanidosos atavismos oligarcas de mi sangre y penetré en el antro nocturno, ya vacío a esa hora. Se respiraba un vaho de pobreza y tabaco; dos mujeres dormían vestidas. Pedí chocolate y huevos. Una vez reconfortada, tomé en derechura la calle Independencia y llegué frente a la quinta de la señora Rubilar. Un buen olor de campo se extendía por el aire; el sol no quemaba todavía; a través de la reja vi el pastito como un terciopelo perlado de rocío. La quinta despertaba apenas; no me atreví a entrar. Me quedé esperando algún signo humano; me puse a mirar a las palomas y a los chercanes, esas ratitas del aire, que pasan rampando entre las enredaderas. Una hora me estaría así.

A eso de las ocho salió una empleada; le pregunté si acaso estaba el marido de la señora Rubilar, porque, en caso de estar, no hubiera entrado. Me dijo que él no, pero su señora sí estaba. El marido "andaba" en el campo.

-Urgentemente deseo hablar con ella -agregué.

¿Qué me daba el valor para hacer esa locura? No lo sé: fue algo automático. A veces una se vuelve loca, y es preciso aprovechar; soy muy joven, pero ya sé que todo lo grande proviene de las decisiones tomadas en estado de locura. Cuando la empleada me dijo que pasara, no sentí ningún deseo de escaparme. Fui al loco destino.

Y la señora Rubilar estaba de pie en la puerta de su dormitorio, vestida de pijama verde sujeto a la cintura. No era la misma que viera pocos días antes, de noche, es decir, estaba tal vez menos bonita, aunque sin perder ese algo irreal. de mujer de ópera.

Su color era más marcado, su cuello más firme. Por descuido me vi en un espejo que estaba tras ella y encontré en mi cara afiebrada un aspecto vulgar y de payaso. Un rayo de sol jugaba a los pies de la señora Rubilar; una risa ligeramente irónica vagó en sus labios finos.

-¡Teresa Iturrigorriaga! -exclamó con su voz llena de tolerancia y de ilusiones, dando a entender que me esperaba y que era feliz de verme.

Nunca oí pronunciar mi nombre de manera tan redonda, tan firme y completa, que daba todo su magnífico valor tradicional a un apellido. Al sentir retumbar de esa manera mi apellido me creí resguardada y confortable. Fue algo mágico, magnífico. Pronunció mi nombre demostrando esa complicidad gustosa con que se tratan gentes de la misma clase, cuando algo fatal les ha separado por una u otra causa. Para ella era yo una Iturrigorriaga ante todo, aunque llegara medio deshecha. Pensé en algún misterio de su carácter, en algo oculto de su vida que llevara prendido en el alma así como el imperceptible pliegue de preocupaciones en su frente. Por eso mi padre me prohibiría hablar con ella. Pero no quise pensar en mi padre. Me daba mucha pena y temor. Borré ese pensamiento.

Le pedí perdón por haberla molestado; le conté la burla de que fui objeto por parte de Pipo.

-¡Criatura! exclamó.

Por la ventana se veían el jardín, la calle, el cerro y los campos inmensos.

-Lo que me ocurrió es tan absurdo e imprevisto, que me ha desconcertado -le dije.

-¡Pobrecita! Eres demasiado joven y no estás habituada a sufrir. Eso que te pasó no es nada -me tuteó sin querer.

-Sin embargo, es todo. No olvidarán nunca eso y quedaré con la fama -repliqué, mirando por la ventana al jardín.

-No diga eso. ¿Por qué no vino a verme antes? La esperaba -me dijo, visiblemente conmovida.

-¿Verdad?

El jardín era espléndido a esa hora, fresco, vibrante. Un picaflor permaneció estático frente a una campanilla; todo convidaba a mi vida nueva, fuera de mis angustias.

-¿Supo lo que me ocurrió? -pregunté, temblando de vergüenza.

-¡Tontita! Sí lo supe. Fue una de esas bromas estúpidas del tal Pipo.

Al decir esto su rostro era tan hermoso y tolerante, que me hizo recordar un grabado de Las Mil y Una Noches, donde se lee: "Camaralzaman se arrojó a los pies de la princesa Badoure".

-¿Fue una broma?-le pregunté.

-Sí, de las más comunes o estúpidas; usted la tomó en serio. Es muy susceptible.

-No. Soy como todo el mundo -dije, y me derrumbé llorando.

La señora Rubilar lloró un poquillo también; me tomó por la cintura y comenzó a besarme bajo los brazos, en las puras axilas, demostrando lo poco que las cosas de Pipo le importaban. Estaba entera en sus brazos; la besé conmovida de agradecimiento y vi sus ojos casi al blanco de la emoción, mojados y firmes al mismo tiempo.

-¡Criatura! ¡Criatura! Tan encantadora que eres, tan tierna; es la primera vez que has sufrido. La primera vez.

La puerta estaba cerrada. Golpearon en ella. Sólo entonces noté en los ojos de la señora Rubilar destellos de impaciencia cercanos al mal genio. Se levantó para dar una excusa con una voz de mayor volumen que hacía cambiar a sus ojos, volviéndolos duros como el acero. Según he notado, estas maneras las usa con sus empleadas. De pronto, cogiéndome la mano izquierda, como si fuera a decirme cosas que tuvo guardadas, me atrajo hacia ella.

Había recobrado su irreal dulzura.

-¡Teresa!-exclamó-. Usted ha venido aquí y me ha confiado sus penas. En adelante yo haré su vida, y no le pesará. Seremos muy amigas.

¿Quiere? Ahora va a quedarse todo el día en casa porque está muy excitada. Desde luego, va a darse un baño tibio que la calmará, y enseguida comerá algo. Después la dejaré bien obscurita para que duerma. ¿Qué le parece?

-Y la Rubilinda, la cocinera, ¿qué pensará? Está sola; mi padre partió -este pensamiento me lastimaba.

-Es verdad -dijo-. Vamos a mandar un aviso a su casa

Dicho y hecho: pasé a la sala de baño, que era algo romano, todo incrustado en el piso. Cerré bien y me introduje en el agua, donde perrnanecí hasta la grosería; las yemas de mis dedos estaban encarrujadas cuando salí de esa agua deliciosa y perfumada. No encontrando otra cosa, me puse una bata de ella y abrí la puerta. Mi salvadora, muy nerviosa, me esperaba; nunca la vi en ese estado.

-Teruca -me dijo-. No sé qué idea. Tardó tanto. Estaba inquieta. Ya está su almuercito. Su cara es otra; sus ojos se reposaron. Venga.

Ella misma me peinó un poco, ensayando diversas formas de peinado, y diciendo que yo tenía el tipo así y asá.

-Parece una princesa mora -me dijo, poniéndome de perfil y mirándome toda impregnada de seriedad.

-Lo mismo me dijo Gastón.

Rápidamente, como si estuviera lista para ello, preguntó:

-¿Le gusta Gastón?

-Es un hombre muy "evolucionado" -respondí, por decir, y me puse roja.

Se miró las uñas sonriendo, y declaró:

-Con los diplomáticos no se llega a nada concreto. Divagan..., luego se van.

Poco después varió de ideas:

-Va a comer aquí, solita, y después va a reposar bien reposada.

En ese instante entró una sirvienta vieja que me miró de arriba abajo, algo agresiva. (Acaso creyó que yo era una nueva pupila) . Colocó la bandeja en la mesa.

Había jamón, ensalada, un pollo asado entero y frutas. La bandeja era de plata o de plaqué muy fino, antiguo.

-Café no voy a darle, porque después va a dormir. Eso sí, se tomará media botella de vino. Eso le hará bien. Saldrá de aquí como nueva y déjese de pensar tonterías.

Me arrebujé en la bata y le dije:

-¿Y usted no come? Esto es para dos.

-No. Esto es para usted sola. Yo voy al comedor. Queda con toda confianza.

Salió. Nunca he comido mejor en mi vida. Así comen las estrellas del cine. Servilletas de encaje, mantel de hilo, copas verdes y platos Imperio. La habitación, de paredes pintadas, tenía lámparas de cristal y muebles llenos de cosas admirables. Me comí todo el pollo, y luego de hacerlo me dio vergüenza; me tomarían por hambrienta.

Después de almorzar llegó la señora Rubilar, siempre en pijama, acompañada de tres pupilas; dos eran las que vi la primera noche que estuve en su casa. Vestían muy bien; se inclinaron graciosamente para saludarme, como si estuvieran en la corte. Eran muy jovencitas, con tipo de muñecas.

Poniendo una cara que nunca le vi antes, la señora Rubilar se despidió de ellas diciendo:

-No dejen de ir a esa película; después vayan un rato al Zoo; el ejercicio de subir es muy saludable; mañana les haré la clase de maintien.

Se despidieron, haciendo igual reverencia Ias tres juntas, como coristas en el teatro.

-¡Qué encantadoras son! -exclamé.

La señora Rubilar bajó la voz:

-A veces me fastidian. Carecen de raza. Por ejemplo, usted, Teresa Iturrigorriaga, tiene la maquette, la materia prima. ¡Qué fácil será hacer de usted algo bueno! ¡En cambio ellas! ¿Se ha fijado en sus pescuezos, en sus tobillos? Es difícil hacer una dama de mundo cuando no hay esqueleto.

Bruscamente varió de cara y de tema. Cuando hablaba cosas de ciencia su cara era otra.

-Ahora va a reposar -dijo tomándome por el talle. Cada vez que me tomaba sus ojos se agrandaban y su voz se volvía íntima y humilde.

Sacando del armario una copa me hizo tomar cointreau; ella también.

-Tome, tome, no tenga miedo.

Yo estaba en un estado de dejadez, en una ausencia de voluntad, en un sopor agradable. De inclinar solamente la cabeza me hubiera dormido. Era como una excursión submarina muy agradable. La señora Rubilar tenía visible apuro en verme durmiendo. Me quitó la bata.

-¡Ande! No le importe. Estamos solas.

Una onda eléctrica recorrió mi cuerpo desnudo, saliendo por los botones del pecho. Mi viejo escapulario tembló.

Me puso uno de sus pijamas del más suave contacto; echó en la cama gotas de azahar y la mulló de manera que yo entrara en ella. Me sumí en ese nidal soberano, almohadillado en sedas, plumas y lana, donde vagaba el perfume tranquilizador que me venció blandamente. La penumbra, la voz de ella, todo se fue desvaneciendo, hasta sentirme deslizar a un sueño de piedra. Sólo mucho más tarde debió ser cuando soñé que iba a caballo y que estaba nevando. Saltaba el caballo por un terreno desigual; yo iba montada "a lo hombre", y la silla me dolía haciéndome daño, un daño persistente y malicioso, como si fuera deseado; de pronto volaba con caballo y todo. Quedaba flotando en el azul, liviana y fluida como si me hubiera vuelto de gas, y multitud de grandes mariposas gruesas y palpables me traspasaban o se fundían en mis ojos, en mi boca gaseosa, en todo mi ser.

Cuando desperté, la habitación tenía una inconsistencia de vapor de agua; mis ojos pesaban. No supe dónde estaba, hasta un largo rato después, cuando vi a la señora Rubilar, enigmática y sonriente, sentada en la cama. Me miraba de una manera tan fraternal y segura, que me hizo nacer la idea de alguna broma hecha mientras yo dormía. Riendo le dije:

-¿He dicho algún disparate mientras dormía? Porque siempre hablo, y mi papá cuenta que, cuando tenía ocho años, le confesé medio soñando que había robado mermelada.

La señora Rubilar soltó a reír, llamándome criatura. Iba de un lado a otro, arreglándose el pelo, y noté que sus ojos habían perdido su sublimidad; en toda ella vagaba un sentimiento irónico y materialista de persona satisfecha que hizo la digestión de algunas ilusiones. De rato en rato me miraba en los ojos y volvía a reír, henchida de goce pasado, como si quisiera jugar o recordara alguna broma.

-¿No me haya escondido los zapatos? ¿Qué ha hecho? -le pregunté.

No podía convencerme, al verle esa cara tan cómica, de que no me hubiera hecho alguna diablura. Sus ojos eran risueños, y sin embargo los sentía penetrar en partes de mis entrañas donde nada había penetrado antes.

-¡Criatura! -volvió a decirme, y encendió la luz, porque la noche había caído sobre el jardín. Se notaba que en la ciudad era de noche, por el rumor amortiguado de la calle. Mis miembros tardaban en despertar; me sentía feliz, pero estaba molida, más aún que antes de entrar a la cama.

Me preguntó:

-¿Se siente bien? ¿No le pesa haber venido?

-¡Qué ocurrencia! -exclamé.

La desgracia trae amistades. Yo estaba feliz de haber encontrado una amiga verdadera en medio de mis trabajos.

-No piense más en la estupidez de Pipo. Los hombres sí que debieran tener cuidado con sus bocas..., siempre tomando y fumando: a veces una no puede acercarse a ellos, ¡qué asco!

Temerosa de haber avivado mis recuerdos con esa frase imprudente, me llevó a mostrarme sus vestidos y me explicó lo que eran sus muebles: la cama exquisita donde reposé era Luis XV, decorada y forrada en cretonas antiguas. Me dio un vaso de agua y me dejó sola para que pudiera vestirme en toda confianza. Después se ofreció a prestarme libros y me llevó a la biblioteca, donde la primera noche de mi visita vi a su marido. Me prestó dos libros para niños, diciéndome que esa literatura infantil levanta el ánimo.

-¿Y su marido?-le pregunté por delicadeza.

-Está en el campo. Es trabajador. Usted sabe: el marido es una plataforma.

Dijo esto sin querer, en voz baja; luego me llevó a su pieza de costura, diciéndome que su casa era para vivir y no para la galería.

-Todo aquí es cómodo y vivido. Para gozar de Chile es preciso tener estas casas rodeadas de jardines y holgados patios. En cambio, los edificios modernos, divididos en departamentos, son conventillos de ricos; si usted ronca de noche lo saben enseguida. Yo no tengo casa para lucirla en un remate; lo que compro es para gozarlo bien gozado.

Hablando así me mostraba armarios perfumados, atiborrados de ropas. Sacó un traje azul y lo envolvió ella misma, diciendo que me vendría como un guante. Me acompañó hasta la puerta y nos despedimos. Cuando llegué a casa encontré a la Rubilinda llorando. Todo lo hallé más pequeño y pobre.

-No haga más eso de salir sola de noche -me dijo-. Tantas cosas que pasan.

Me miraba a hurtadillas y no retenía el llanto.

La visita a la señora Rubilar me hizo bien; me ayudó a cambiar de ideas. El pensamiento del bochorno en el cocktail era demasiado torturante para que lo dejara asomarse y crecer en mi cabeza. Era inconcebible que una cosa así me hubiera pasado a mí. Acaso se trataba de una pesadilla. De todas maneras, no volvería más por esos lados. Poco a poco empecé a recobrar mi espíritu risueño; mis alas cortadas comenzaron a crecer. Aún habría mañanas triunfales y tardes claras en mi corazón.

LA CASA DE LA CALLE CAMILO

Esta manana, desde las siete, esperaba una señora para hablar conmigo.

Creí que sería la señora Rubilar, quien ha venido otras veces con el pretexto de instalar un baño a gas, pero no era ella y quedé intrigada.

—¿Cómo es? —pregunté a la Rubilinda, que trajo el recado,

—Así —dijo, poniendo las manos a lo largo de sus caderas.

Fui a la puerta y vi a una dama gruesa y vulgar, no obstante estar vestida con el fondo del baúl. Su piel, sus carnes apelotonadas, de color subido, me recordaron la carne de frigidaire. La hice pasar y noté que estaba frente a una mujer muy nerviosa y que el acto que la trajo a mi casa constituía para ella una hazaña largo tiempo meditada.

Comenzó por hacer un discurso patético, entrecortado de suspiros como maullidos. Ese discurso penetró aceradamente en mis entrañas, por cuanto cada palabra revelaba la vida oculta del papá. Fue algo tan absurdo y angustioso como conmovedor. La existencia del autor de mis días iba quedando al desnudo, en forma inconcebible. Ella le decía "Pancho" a mi papá. No podía darse nada más teatral. Yo no sabía qué cara poner, pero ella estaba tan realmente conmovida que agaché la cabeza y las lágrimas corrieron por mis mejillas. Además, esa escena me revelaba que el papá, o "Pancho", alojaba en su casa y que sus males habían empeorado.

—Fue una tarde de otoño —continuó ella—. Yo era joven y tenía pololos por docenas. Pancho me agradó por su aspecto, su cara tan perfilada, su risa, que siempre fue inimitable, y su educación. Porque a educado nadie se la gana.

Para una hija, las revelaciones de esta clase son sorprendentes; por primera vez una piensa que el viejito también fue cabro ligador. Lo que más turbación producía en mi ánimo era el pensar que la risa de mi padre —que para mí fue siempre una manifestación de buen humor familiar en sus días felices—hubiera tenido para las mujeres un valor de simpatía amorosa. La evocación de su risa, traída por primera vez en tal forma, me recordaba que, al fin, era mi propia risa que yo heredé y que venía a ser una virtud de familia. Ella continuó:

—¡Ah señorita Teresa! Verlo y adorarlo fue todo uno. Nos comprendimos; él me saludó muy serio, refrenando esa risa, y me dijo: "No será cosa pasajera; será para siempre". Estábamos frente a la Casa Ortopédica Alemana y eran las cuatro de la tarde del 3 de octubre de 1920; un obrero gritaba: "¡Viva Arturo Alessandri Palma!". Lo recuerdo todo, hasta en sus menores detalles. Después, delante de la gente conocida que circulaba a esa hora, se fue conmigo; me llevó a la tienda de flores en la calle Ahumada, y me regaló un ramo de rosas blancas, tan lindas como no he vuelto a verlas nunca. Guardo el canastillo. Era tan respetuoso, tan correcto; nunca me vio en la calle sin quitarse el sombrero; siempre me daba la vereda. Cuando hacían postre de membrillo en su casa me guardaba la mitad. He sufrido mucho con sus pérdidas, lo mismo que si fueran mías..., y también sufrí de no poder cuidarlo cuando le dio el paralis. Yo la conozco a usted, señorita Teresa; la quiero como cosa mía, la he seguido siempre en sus pasos; tengo sus retratos del Zig-Zag y del Mundo Social... Claro que mi posición ahora no me permitía darme a conocer, pero yo hubiera dado tanto por verla de cerca... Por eso..., por eso... ahora estoy aquí... Si su papá supiera que he venido... no me lo perdonaría...

Al decir esto sollozaba; se puso fea, roja, inflada; su cabellera se movió de sitio; sin embargo, su pena era tan de veras que me conmovió, y, sollozando junto con ella, presa de una duda punzante, pregunté:

—El papá..., ¿cómo está?

—¡Ay señorita Teresa!

—iQué! ¿Vive? ¿Cómo está? —exclamé, poniéndome de pie.

—Está vivo, pero algo mal. Perdió el habla.

—¿Otro ataque?

—No sé.

—¿Está en su casa?

—Sí, señorita Teresa —dijo ella, bajando la cabeza y llevándose el pañuelo a los ojos—. No crea que gasta nada —añadió—. Yo corro con los gastos. Vivo en la calle Camilo, en casa propia.

—¿Ha visto médico?

—Un practicante, y también —en tono más bajo y avergonzada—, y también le llamé el confesor...

—¿Y qué?

—Estuvo fiel a las creencias de toda su vida, porque él cree en Dios, pero no en la confesión... usted sabe. Entonces le gritó al confesor: "¡He hecho de todo, menos asesinar y robar!". Después pidió al curita que se retirara, y él lo absorbió detrás de la puerta. Ha sido milagro, porque desde ese instante perdió el habla.

—¿Hay esperanzas?

—Sí, señorita. Es tan robusto.

—Vamos a su casa —le dije.

Me puse el sombrero y salimos. Eso de ir al lado de la amiga de mi padre era para mí otra sensación nueva. Por fin llegamos a la calle Camilo. La casa, de dos pisos, tenía un vestíbulo soberbio, todo de parquet, y retratos de Napoleón y Mussolini. Se veían asimismo oleografías de mujeres bañándose en lagos cristalinos entre un bosque. Por lo demás, era una casa silenciosa. La pobre mujer, siempre suspirando, me llevó a su cuarto. Vi la cama, enorme y mullida, donde una muñeca rubia reposaba sobre los almohadones. Me mostró retratos del papá, muy antiguos, con sombrero de pelo; después abrió un cofrecillo y extrajo recortes de diarios y periódicos, referentes a nosotros y a los parientes. Esa mujer, sin revelarse hasta entonces, me había considerado como su hija. No podía dejar de agradecerle su interés. Después de mostrarme esas reliquias, tanto ella como yo recordamos al papá.

—¿Está muy mal?

—Va a verlo enseguida —me dijo.

Se puso de pie y me llevó por un pasadizo hasta otra pieza, que estaba en el extremo, al lado de un baño. Penetramos. Yo llevaba el alma en un hilo. Tenía miedo. Una pena salvaje, inmensa, se apoderó de mí al ver al pobre papá, sin habla ni movimientos; le habían hecho punciones y aplicado sinapismos. Vi un trapo manchado de sangre; la pieza era pequeña y arreglada; vagaba en ella un vaho de fiebre, de transpiraciones y de remedios

La señora lo abrazó, dejándose caer en la cama, con todo su peso, halagándolo y besándolo en forma inimaginable; yo le tomé la mano derecha y noté que los ojos del papá se revolvían como si hiciera un esfuerzo para conectarse con la lengua y hablar. De sus labios salió un ruido de quebrazón, como el cascanueces cuando rompe la corteza de la nuez. Comprendiendo que le dolía que yo hubiese descubierto su secreto, le aseguré que había osado ir para cuidarlo solamente y que pronto me marcharía a la casa. Esto pareció tranquilizarlo un poco. Lo mimé como a un niño, asegurándole que todo pasaría pronto, que el médico daba por segura su mejoría. ¿Me escuchaba solamente? No lo sé, pero lo cierto es que al primer movimiento de estupor sucedió en sus rasgos algo así como la paz o el cansancio. Se entregaba al destino, como el caballo que cae en la calle, que patalea un rato y después queda inmóvil. Me quedé sola con él, en la penumbra, y permanecí a su lado, no sé cuánto tiempo, sentada en una silla, hasta que el sueño le venció. Se durmió por el lado derecho, vuelto hacia mí, con la cabeza inclinada en una mano.

No percibía ni un ruido, ni un paso, ni un cuchicheo siquiera. (En la calle Camilo no hay tranvías). ¡Qué casa tan extraña era ésa! Como a la una llegó la señora, que se llamaba Ismenia, en puntillas, y me dijo que el almuerzo para mí sola, estaba servido. Al mismo tiempo que me sacó de ese cuarto penumbroso me pedía disculpas anticipadas y puramente etiqueteras por la pobreza de su casa. En efecto, no tardé en darme cuenta de que allí todo era rumboso y extravagante; lejos de notar economías, en cada detalle advertía el lujo y despilfarro. El comedor, aunque pequeño, estaba ornado de hermosos muebles, y en la mesa, como en los aparadores, noté manteles bordados de lo más fino y coqueto, hasta la exageración. Las cortinas, de seda verde, aislaban a ese comedor, dándole al mismo tiempo una luz sedante y distinguida. Ella misma me sirvió, alegando que tenía por el instante a la mayordoma solamente. Desde la entrada hasta el café, esa comida revelaba una cocina dispendiosa y experta. La señora Ismenia me contemplaba por segundos, arrobada y lanzando suspiros de española. En una de sus entradas trajo un pañuelo de seda en su cajita. Me lo mostró en adoración, diciendo:

—Pancho me lo trajo para mi santo.

El hecho de ser tan querida por esta mujer, que fue la amiga de mi papá, no me dejaba indiferente. Notaba en ella un tono rebuscado y respetuoso que no podía dejar de reconocer y agradecer. Me imaginaba la cantidad de veces que hablaría de mí con el papá, y los proyectos exagerados que harían sobre mi porvenir. Pensando en esto y con los ojos turbios de lágrimas, me levanté de mi asiento y permanecí abrazada a ella un buen rato.

El resto del día pasó sin grandes sorpresas, hasta eso de las seis de la tarde, hora en que vi llegar a dos muchachas excesivamente elegantes. Yo estaba en el comedor, leyendo un diario, en tanto el médico examinaba al papá, cuando ellas hicieron irrupción en el vestíbulo. Me saludaron con reverencias de princesas y se quedaron mirándome.

—Usted es la señorita Teresa Iturrigorriaga; la he visto en el Mundo Social —me dijo una de ellas.

Estaban asombradas y orgullosas, contentas de verme. Debo declarar que, a pesar de lo lindas y elegantes que eran, yo no recordaba haberlas visto ni en el Crillón ni en el Lido, ni en reuniones de sociedad. ¿Serían extranjeras? Mirando estaba sus lindos sombreros y vestidos, sus collares de grandes cuentas multicolores y sus aros venecianos, cuando llegó, casi corriendo, la señora Ismenia, las llamó aparte, se puso a cuchichear con ellas y las hizo retirarse. Después, muy formal, me dijo:

—Estas niñas son buenas, pero no son de su clase. Es mejor que no trate con ellas.

Como se ve, el misterio de la casa de la calle Camilo comenzaba a envolverme en una atmósfera de cuento policial. Después de la advertencia, la señora Ismenia me hizo los honores de dueña de casa, diciendo:

—Le he reservado una pieza; es necesaria su permanencia aquí. Sin decírselo al papá, es bueno que esté cerca.

La pieza dedicada a mí tenía dos ventanas a la calle, herméticamente cerradas; una cama ancha, de bronce; un crucifijo, cuatro sillas, velador, armario de luna y alfombra colorada. Me sedujo la idea del cambio; mandé recado a la Rubilinda y resolví vivir allí todo el tiempo que la salud del papá lo requiriera.

—Aquí tiene la llave —me dijo la señora Ismenia—, para que se encierre bien y duerma tranquila. Tránquese por dentro, y si necesita algo, toque el timbre: yo vendré corriendo.

A las nueve me sirvieron una comida que parecía provenir de las sibaritas reconditeces del Embassy: crema de espárragos, pollito con callampas, asado y coliflor, postre, café, vinos. Yo adoro las callampas en mantequilla, al punto de soñar con ellas. Tenía apetito y, sin parar la atención, comí tan aprisa que me dio vergüenza. Dejé los platos limpios como si los lengüeteara.

Antes de acostarme, y algo mareada, fui a ver al papá. Estaba siempre en el mismo estado soporífero, cubierta la frente de un sudor viscoso, la boca semiabierta. Volví la cabeza para que no me viera llorar; me escondí tras de la puerta y no pude retener los sollozos. Cuando llegó la señora Ismenia a servirle de enfermera, me retiré a descansar. Cerré la puerta de mi cuarto, registré los cajones del armario y velador, encontrando pedacitos de telas blancas y una goma para forrarse un dedo herido. Una vez hecho este registro, me acosté.

Durante las tres primeras horas dormí bien; desperté como a la una de la mañana, sintiendo tenaces ruidos sordos en la calle y en el piso bajo, interrumpidos por voces agudas, gritos y bocinas de autos. Esa casa estaba llena de actividades nocturnas; en la pieza del lado entraron dos personas, y alguien hizo "chist". Estuve aleteando como dos o tres horas, presa de un miedo febril, hasta que el sueño volvió a sosegarme. En la mañana, cuando desperté, el silencio era perfecto. Me vestí rápidamente y fui a ver al papá.

*

Cuarenta y ocho horas de vida llevo en esta casa estrambótica, sin que pueda penetrar su misterio. Durante las horas del día sus habitaciones permanecen herméticamente cerradas y silenciosas, con el pesado silencio del sueño. Me parece que he roto la costumbre de no almorzar; soy la única que almuerza. Las señoritas hablan conmigo a escondidas, como si cometieran un pecado, y solamente cuando la señora Ismenia sale. Me han prestado novelas muy hermosas; nunca leí libros así, porque, dicho sea de paso, en el Crillón la gente no lee nada, fuera de la señora Cepeda, con su Froi. Estas muchachas son extraordinariamente sentimentales; suspiran; leen; escriben versos; se depilan las cejas, ensimismadas, soñando con las heroínas de sus libros. Me han prestado El Sitio de la Rochela y Genoveva de-Brabante. Nunca creí que se pudieran transmitir ideas tan lindas con los tipos de imprenta. Las niñas de esta casa, tan pulcras para hablar, tan respetuosas y tímidas delante de mí, me intrigan de verdad. ¿Cómo es que, siendo tan educadas y bonitas, yo no las conocía? Se levantan tarde, eso sí, y tienen color lívido de Colombinas, superior a todo maquillaje. La señora Ismenia comienza a servir de enfermera solamente después de las cuatro. No he salido, ni pienso hacerlo; mandé pedir mi diario a la casa, junto con algo de ropa. Después de una aparente mejoría, el papá sigue decayendo. El día es delicioso; pero de noche esta casa se vuelve un castillo de ánimas y aparecidos; en sueños creo percibir una actividad sorda, como de un teatro o de un mar. Oigo ruido de ovaciones y gritos de guaguas enfermas.

Anoche, como sintiera constante ruido en la calle, abrí la ventana, no sin cierto trabajo, y un espectáculo extraño se ofreció a mi vista: la calle estaba iluminada por faros de automóviles, y en las casas cercanas, al frente y al lado, se veían muchachas jóvenes asomadas; pianolas y orquestas funcionaban alegremente. Un chofer se puso a llamarme, de manera familiar, como si fuera mi hermano, lo cual me obligó a cerrar rápidamente. Por lo demás, duermo bien y nadie me molesta. Esta tarde, a las seis, llamaron por teléfono desde un Ministerio, y oí a una de las muchachas que conversaba en camarada con uno de los funcionarios. Cuando estaba comiendo, la mayordoma entró en el comedor, y, pidiéndome perdón, abrió la alacena, de donde sacó la más opulenta ponchera de plaqué que vi en mi vida, llevándola en alto y con cuidado, como una alhaja.

Día siguiente

Me levanté al alba y entré en el comedor. La mesa estaba desordenada; en el suelo vi multitud de colillas de tabacos selectos; en el mantel, restos de comida y copas sucias, algunas a medio vaciar; una silla estaba caída. Es seguro que hubo cocktailparty; la señora Ismenia, no obstante el cariño que exterioriza por el papá, recibe visitas de mucho programa. Es una gente especial. Encontré al practicante algo contrariado porque no pudo hacer comer al papá; creo que se acerca el fin. Ya no me conoce; sus ojos han perdido la expresión humana; su color es terroso, y la barba blanca, enmarañada, le hace otra cara, como la del abuelito, según vi en un antiguo retrato.

*

¡Pobre papá! Sigue mal. Anoche entraron personas en la pieza contigua y no pude dejar de enterarme de una escena increíble. Una mujer, a juzgar por las voces, comenzó a insultar a un caballero, y a darle de varillazos. Él pedía perdón. Salí para implorar auxilio en el mismo instante en que la mujer que le pegaba al caballero apareció en la puerta de su pieza, sonriendo, aunque algo excitada, del brazo de un joven nada mal parecido. Ya eran amigos. Al notar mi turbación, ella me preguntó:

—¿Se ha asustado? No hay para qué. Son caprichos.

Juraría que he visto en el Lido al joven que iba sonriendo del brazo de la mujer que acababa de insultarlo y azotarlo. Estaba algo avergonzado, aunque no por eso dejaba de sonreír.

¿Estaré viviendo en un manicomio?

Desenlace

Esta mañana, a las ocho, llegó la señora Rubilar. Vestía un traje sastre azul; sin joyas ni afeites. Su rostro denotaba profunda ansiedad. Miraba de un lado a otro, demostrando un desprecio cercano al asco. La mayordoma, que era la única persona en pie a esa hora, permanecía cerca de ella. Paseando por el vestíbulo, en tanto esperaba que yo acudiese, la señora Rubilar mostraba un continente desdeñoso a todo lo que veía a su alrededor; los muebles, la mayordoma y cuanta cosa estaba cerca se volvían vulgares y feos. Eso mismo he notado que ocurre en nuestra casa cuando ella llega: todo se empequeñece y vulgariza. A mí me daba vergüenza bajar a saludarla. Comprendía algo de mi situación ridícula, pero no hubo más remedio.

—¡Teresa! —exclamó—. ¡Qué niña es usted! Vamos pronto de esta casa y llevémonos al papá.

Se armó un gran barullo, y la mayordoma corrió a despertar a la señora Ismenia, en tanto yo seguía sin entender, conversando con la señora Rubilar.

—¿Qué? —le pregunté, súbitamente iluminada respecto a todo lo ocurrido, como si me despertara un rayo—. ¿Qué pasa? ¿Qué hay en esta casa?

Comprendí mi situación en un momento, pero procuré disimular para no demostrar mi candidez. Estaba tan preocupada de mi padre y de mí misma, que no fui capaz de entender el misterio de esa casa. La señora Rubilar volvió a gritar implacable.

—¡Vamos! ¡No sé cómo su padre pudo hacerla llegar hasta aquí!

—Mi padre está privado de voz —le dije.

—¡Vamos pronto!

Luego, inclinándose, me susurró al oído:

—Es la casa de las Pecho de Mármol, muy conocidas. ¡Casa mala!

Al hablar así, la señora Rubilar demostraba el más absoluto dominio de la situación, sin pensar un instante que yo pudiera negarme. Sin embargo, para evitar que me creyera en situación demasiado ridícula, y asimismo para que no me tomara por tonta, le repliqué:

—Sé donde estoy, y serán ellas lo que quieran, pero malas no. ¡Eso no!

Me miró sin poder ocultar su asombro, y, al ver la serenidad en mi cara, continuó en la tarea de probarme que debía abandonar esa casa en el acto. No quería explicaciones y ya se disponía a la mudanza inmediata, arrastrándome a su automóvil que la esperaba en la puerta. No había manera de resistir. Entre las dos sacamos al papá y lo colocamos en el coche, aprovechando que a esa hora no estaba en pie la patrona, pero nos equivocamos. Sentimos ruido, y la vimos aparecer andando a toda prisa. Era ella; venía demudada, dándose instantánea cuenta de que nos llevábamos a su amor.

Estaba vestida con una bata de casa, bastante vieja, y quizás por esto mismo perdió la compostura. Su rostro matinal, sin afeites, era horrible a la vista, todo al natural de su dolor. Apostrofó secretamente a la señora Rubilar. Cuando comprendió que todo estaba perdido, puesto que yo, la hija, tenía mayores derechos que ella, se rindió, sin dejar de lanzar miradas de fuego a la culpable. Antes de salir, no podía menos que agradecerle las atenciones prodigadas en su casa, atenciones y exquisiteces inolvidables. La abracé, diciéndole:

—Despídame de las niñas. Un abrazo a cada una... y... muchas, muchas gracias...

Entonces la señora Ismenia, fea y lacrimosa, me dijo una sola frase que me hizo el efecto de nuestra muela cuando el dentista que la sacó la exhibe delante de nuestros ojos de manera orgullosa:

—La señora Rubilar es mala. ¡Cuidado con ella!

La más insoportable duda se operó en mi ánimo: ¿En qué quedábamos? ¿Quién era mala? ¿Quiénes? ¿Era mala la señora Rubilar o lo eran las chiquillas pálidas y sentimentales que leían El Sitio de la Rochela?

El camino en auto hasta la calle Romero fue penoso. No podíamos hablarnos ni mirarnos. El papá iba medio vertical, inmóvil y empaquetado como momia, en una especie de camilla. El auto avanzaba muy suavemente. Al llegar a la casa y meterme en mi cuarto, donde las moscas zumbaban, la señora Rubilar se puso a acariciarme, así como la gata que está criando se pone a lamer al cachorrito que le devuelven manoseado. Sin dejar de abrazarme, dijo:

—Estuviste sumamente expuesta.

Quedó en casa hasta la una de la tarde y me pidió que no dejara de verla, ofreciéndome al mismo tiempo los cuidados de su médico. Cuando se marchó, la casa me pareció rara, como si se hubiera empequeñecido.

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