lunes, 2 de agosto de 2010

Capitulo II

La Casa

Hoy vino la patrona a cobrar la casa. Es molesto no estar seguro ni en el rancho donde se vive; el conejo tiene su agujero, el pájaro su nido, pero una no cuenta ni con el aplomo para dormir en lo propio. No pude negarme, porque me vio en la ventana. No me asustarían más diez forajidos que esta patrona; la sangre se me fue al estómago y me tiritó la espalda. Es una dama delgada y pálida, viuda de prestamista; no se le sacaría un peso con cloroformo.
—Yo no soy la Beneficencia —dijo, casi sin saludar—. Necesito saber cuándo va a pagarme.
La hice pasar al comedor, saludándola tan amable como pude. Comencé a hablar de minas; le conté el asunto de los pleitos y del alemán que nos compró los derechos. Poco a poco noté que se interesaba en mis razones. Fingí estar muy nerviosa, y exclamé:
—Porque, ya ve usted. Mi padre vendió la mina, pero no los derechos submarinos, de manera que todo el carbón yacente debajo del agua nos pertenece, y tendrán que pagarnos una indemnización.
Al oír esto, los labios de prestamista de la patrona se ablandaron. Entonces se me ocurrió darle el golpe de gracia. Le ofrecí una copa. En el armario hay dos botellas inéditas de gin: reliquias de la calle Dieciocho. Hice un menjurje con azúcar, agua y café frío, asegurándole, a ella, que no probó jamás los licores condenados, que era un cocktail. La pobre se pavoneó antes de sorber esa picardía a la moda. Era la primera vez en su vida. Cuando apuró todo el contenido no pudo retener un gesto de repugnancia, pero estaba domesticada. Era mitad gin puro, como dinamita.
—En todo caso, me pagará el sábado —dijo antes de salir—. No puedo esperar más.
Bueno, quedamos en eso —le respondí, viéndola cómo se iba medio cucarra, agarrándose al filo de la pared con brazadas de nadadora.
En la otra puerta había dos vecinas, que escucharon algo de conversación y simpatizaron conmigo al saber que debo plata. La obrera que hace cajas de cartón conversa a veces y me cuenta sus pesares. Debe creerme bataclana, a juzgar por ciertas preguntas. En todo caso, saben que un misterio envuelve a mi persona y me miran con simpatía y curiosidad.
—¿Vino a cobrarle? —me preguntó.
—Sí. Pero no pude. Estoy a dos velas...
—¿Quién tiene plata ahora? —se dijo tristemente.
Así quedamos hablando un rato. Me he descubierto la virtud de inspirar confianza a los humildes, y me dejo arrastrar a una imprevista vocación para pobre, a pesar de mis tradiciones de rica. Siga la comedia. Mañana saldré pidiendo para los tuberculosos: me inscribieron entre las señoritas de la colecta. Tendré que remendar las medias.
COLECTA PARA LOS TUBERCULOSOS
Nada hay más conmovedor que una señorita que estuvo remendando en la noche su mejor par de medias y sale en la mañana a pedir plata, que no será para ella, con una alcancía. Este es mi caso en la colecta para los tuberculosos. Me correspondieron las calles centrales, pero no dejó de pasar algún obrero de la calle Romero que me reconociera, diciendo: "Esa es la de la bata crema". La gente conoce de memoria mi triste plumaje: en la calle Romero, la bata crema; en el centro, el vestido café. Empecé a conocer a amigas, a conversar, a bromear. Es bastante curiosa la impresión de una señorita, que la gente supone rica, recibiendo chauchas de los obreros. Son mejor educados que los jóvenes decentes, siempre en el mismo puesto de las esquinas como si no se hubieran movido desde la víspera. Dan deseos de pasar listas a voces cuando entramos en el círculo asoleado y vibrante del centro. Los vestidos claros de las mujeres, sus expresiones chillonas que caen al pasar, y la audacia de los hombres para mirar dan bríos internos. Hay un espíritu de centro,
como lo hay de plazas y alamedas. Una escucha piropos a las pantorrillas y también alusiones maliciosas. El más extraño sentimiento me embargaba al sentir que la alcancía se iba llenando de plata.
A las diez estaba borracha de sol, de palabras, de risas; había encontrado a una cantidad de conocidos.
A las once fui al Hotel Crillón, donde vive mi amigo el diplomático. Estaba precisamente en el vestíbulo y me pidió que lo acompañara hasta su cuarto. ¿Por qué no? ¿Acaso soy una tonta para tener miedo? Desde luego, es un hombre distante y muy preocupado de sí mismo para comprometerse en escándalos. Él iba adelante con paso ligero. Los pasadizos del hotel, lustrosos y blandos, donde se ven maletas de todos tamaños, incitan a viajar, a pensar en el ancho mundo y sus maravillas. Por fin entramos. Su habitación es amplia, confortable como un nido; sábanas de hilo, cortinas, paquetes, libros, sala de baño, salita de ropa. Muchas maletas pequeñas, un chal escocés, los bastoncillos del golf, y una maleta-armario enorme, toda llena de etiquetas internacionales: Berna, Madrid, El Cairo, Buenos Aires, París, Roma, todo mezclado. Abrió un cofrecillo y sacó un billete de cincuenta y lo metió en mi alcancía, "para los tuberculosos". En realidad dan para una, por cuanto las calles están plagadas de tuberculosos y nadie les da un cobre.
—¡Qué precioso tipo oriental tiene usted! ¡La debieran llamar Zoraida o Azufaifa!
Dicho esto, así, por afán de generosidad verbal, se puso a ir de un lado a otro de la pieza, temeroso de encontrarse frente a frente conmigo, y abrió sus muebles, de donde comenzó a sacar porcelanas, esmaltes, lámparas, tapices, cubiertos, comprados en remates famosos, porque los diplomáticos aprovechan nuestra crisis. Se ve que es de esos hombres para quienes nuestra sociedad no es más importante que un paisaje visto al pasar, como una montaña o puesta de sol. Cuando se aleje, escribirá impresiones de Santiago, a la ligera, en un diario frío y lejano, recordando como un favor a estas chiquillas como yo, medio huasitas, que toman rotting-sour y se queman los ojos con rimmel nacional. Entre él y yo sentía crecer la distancia, la distancia triste y humillante. Me daban deseos de llorar; me vi obligada a mirar la calle y pensar en otra cosa. ¿Por qué me enamoré de este hombre?
—Está usted divina —dijo, tomándome la mano.
—¿Por qué me dice eso? ¡Suélteme! —exclamé, sin poderme contener—. Yo sé que usted se va pronto.
Se retiró de mi lado, intimidado y correcto. Miró la calle también. Se escuchaba el ruido rutinario y mortal de la vida: los autos, los tranvías, la gente. Sus ojos se hicieron tímidos y fríos; es de esos hombres que prefieren un paraguas bonito, una cómoda colonial o un caballo de carreras antes que una mujer.
—¡Teresita! Yo la recordaré siempre.
—No es verdad —le dije—. No es cierto lo que usted dice. No podrá quererme nunca; no me ha querido nunca.
Yo le hablé, encendida y fogosa, haciendo las cosas a la inversa, porque yo era fuego, y él ni siquiera estopa, pero tuvo un sobresalto súbito, una sorpresa de todo su cuerpo. Me miró de una manera muy curiosa, dando a entender que mi pregunta lo sorprendió sobremanera, como si el hecho de que yo lo amara fuera la mayor rareza del mundo. Me miraba todavía, con cierta humildad satisfecha de hombre amado, cuando le dije:
—¿Acaso cree usted que las chilenas no tenemos aquí, al lado izquierdo, una cosa que se llama corazón? ¿Por qué me llevó a Apoquindo y me dijo que me quería?
Se rió superiormente, y yo sentí frío por la espalda.
—¡Sí te quiero, Teresita! —exclamó.
—¡Mentiroso! Usted no puede querer a nadie, usted va y viene, usted...—no quise seguir.
—Golpean la puerta.
—¿Qué me importa a mí? Eso le interesa a usted —dije sollozando. Pero su facha tan fría, tan calculadora, me cortó el llanto de golpe. Fui al baño y me lavé la cara, mientras él recibía a un mozo. Cuando partió ese mozo me preguntó de una manera correcta y banal:
—¿Se va usted?
Salí sonándome fuertemente. No le contesté, y detrás de mí quedaron el vestíbulo, el cuarto, la diplomacia... Al llegar a la luz de la mampara creí que me desmayaba. Un vahído. El sol, el ruido de la calle. Luego todo volvió a su giro habitual y seguí pidiendo "para los tuberculosos". Ya eran cerca de las doce. Me soné varias veces. Seré amiga de Gastón, pero nada más; esos hombres no pueden querer a nadie, a nadie; tomará mujer algún día, no lo dudo; tomará mujer así como compra lámparas. Fui al Banco, y el director, solo en su oficina, me puso un billete de cien en la alcancía, el que no alcanzó a pasar y quedó asomado. Cuando salí, la tentación parecía decirme: "¡Anda, tonta, cógeme, nadie te ve!". Pero yo lo empujé para dentro, haciendo el tic de la familia, que consiste en suspirar y morderse el labio; ese tic lo hace mi papá todavía, y el tío Manuel, cuando algo les sale muy mal. Yo no cogí el billete: soy Iturrigorriaga, soy vinosa, soy soberbia. Es plata para los tuberculosos, y yo la gastaría en medias de seda; hay una mujer en su rancho que espera este billete. "¡Anda, adentro, Satanás!", exclamé empujándolo en la alcancía. Sonaron las doce; fui a entregar la plata y un cesante me escupió. Me escupió y dijo: "¡Oligarca!". Seguí a la calle Romero, en carro.
Después fui a ver a mi padre en su cama. Aunque es el causante de la miseria en que nos encontramos, aseguro que no le guardo rencor; al contrario, lo considero igual a un niño. Dice que volverá a ser rico y me promete porvenires principescos, porque todo chileno tiene una mina de oro... en la mollera. No se le puede hablar en serio, ni mencionar sus prodigalidades; una sola vez lo hice y sentí que lo herí profundamente, terminando por arrodillarme y llorar en sus brazos.
Comí cualquiera cosa, y enseguida a trabajar, pensando en la manera de salir del despeñadero, porque estoy al borde de la caída al hoyo donde me espera el trabajo a jornal que chupa la sangre. Si no me salva un milagro, tendré que aceptar un empleo de dactilógrafa en esos Departamentos sociales que inventan los novelistas para tener papel del Gobierno y oficinas con calefacción para escribir sus leseras. Todo, menos aceptar las limosnas de parientes ricos; antes me casaría con un carabinero: desde que tienen piscina son buenos mozos. A pesar del esfuerzo que hago para demostrar holgura, noto que me miran con malicia, porque la pobreza es algo que irradia y se nota hasta en el cutis, como la viruela. En Santiago no hay secretos: ya saben algo de mí: las parientas me llaman loca y las amigas me aceptan en sus mesas, pero no me convidarían a sus casas. Es muy distinto de antes. A veces, voy a saludar a una señora, y, al llegar a dos pasos de mí, hace un corcovo y esquiva la cara. Fuera de mi diplomático, nadie me saca a bailar. Y llega el verano eterno con sus calores que marchitan. No puedo dejar de pensar en el billete de la colecta, cuando quedó asomado y parecía decirme: "¡Tonta, por ti lo hago! ¡Cógeme!".
DÍA SIGUIENTE
Desperté alegre esta mañana, bajo la impresión de un sueño; acto seguido pensé en la patrona y en mis asuntos. La alegría se transformó en negro pesar. Sin embargo, después de almuerzo la esperanza ha venido a asomarse de la manera más imprevista. Salí un rato; iba en dirección a la Casa Gemmelsmann, a buscar algo para vender, cuando encontré a la señora Rubilar. Me preguntó que a dónde iba y no pude mentirle.
Cuando me encuentra, sus ojos se animan, asimismo como el fuego cuando se propaga a una parte propicia. Me quedé mirando su vestido, su sombrero, su piel lisa y su boca de fino dibujo.
—Entremos aquí —me dijo, señalando una pastelería solitaria a esa hora.
—La verdad. Tengo tanto que hacer.
Ella pareció atisbar en mi acento alguna resistencia, basada en algo grave. Volvió la cara y pareció querer mirar algo lejano, así como un recuerdo desagradable.
—Usted busca algo. ¿No es verdad? Usted persigue algún negocio.
—No lo niego—respondí.
—Ande, venga. Voy a proporcionarle uno.
Entramos en la pastelería, por entrar. Ella pidió panimávida; yo, papaya. Tomó una posición cómoda y me dijo:
—Acaso la actitud de mi marido, la noche que estuvo en mi casa, la molestó.
Antes de que pudiera excusarme de esa suposición, ella prosiguió:
—Es un buen hombre; algo neurasténico. Todos los hombres lo son. Yo le admito esos rasgos de mal carácter y los olvido enseguida. Pocas veces recuerdo las cosas que dice. Él va al campo, trabaja en el campo. Un marido es el gerente de la mujer, es el trampolín.
Aunque ella es tan familiar, yo estaba turbada y respondía con monosílabos. En su rostro vagaba un airecillo zumbón. Más fuerte se veía ahí, bajo la luz del día; más fuerte; menos irreal que en sus hermosos trajes de noche. aunque no menos segura de sí misma. Continuó:
—Tenemos un chalet, en Providencia; es moderno y está situado en una de esas poblaciones que son los conventillos de los ricos. Yo no viviría ahí por nada.
—¿Por qué?
—Todo se sabe de un tabique a otro; la gente se aguaita; luego son tan desproporcionados; una mujer se asoma en una de esas ventanillas y su cara parece la luna llena; un perrito faldero se ve como terranova.
Soltamos la risa, y ella siguió:
—Se le podría vender a la señora Cepeda, la pedante; solamente..., tal vez no sería usted la indicada para este negocio...
—¿Por qué no?
—Es que yo ignoro las relaciones que ustedes mantienen. He oído que usted le puso un sobrenombre, muy gracioso por cierto, y ella podría estar sentida.
Salté en la silla y exclamé:
—Le juro a usted que no he puesto sobrenombre alguno a esa señora. Es algo rebuscada y emplea terminachos que ni ella entiende, pero cada uno es dueño, y no soy yo de las que ponen apodos.
—Pues es raro —dijo la señora Rubilar—. En el Crillón se comentó mucho, y celebramos su ingenio...
—¿Quién se lo contó?
—No recuerdo —dijo ella—, pero todos lo celebraron; la verdad, para una mujer como ella le va de perillas. Tiene usted una inventiva de primera.
Como hasta ese momento yo ignoraba la hazaña que me atribuían, quedé un rato pensativa. Luego pregunté:
—¿Qué sobrenombre le han puesto?
—iAh, cómo le gusta intrigarme! —dijo la señora Rubilar, riendo.
—Le juro que no sé. Dígalo.
—Es un poquito fuerte: le dicen Madame de Recamiércoles...
—¡Oh! Yo no hice eso. Son cosas de Pipo. Cuando quiere decir mal de alguien se vale de una infeliz como yo. Apuesto a que fue Pipo quien se lo puso.
—No puedo decirle quién ha sido.
Yo estaba tan segura de mi conciencia, que ni siquiera me di la pena de discutir eso y no tuve ningún escrúpulo en ofrecerme para vender la casa a la señora Cepeda. Ni me di el trabajo de desmentir con pasión, quizás a causa de un poquillo de orgullo que sentí por verme tildada de espiritual. Volví a pensar en la casa que estaba en venta, y pregunté:
—¿Cuánto pide por ella?
—Ciento ochenta mil —dijo la señora Rubilar—, al contado. Si saca más, es para usted, y no será dificil, porque en ciento ochenta mil va regalada.
El miraje del negocio me llenó de júbilo.
—¿Dónde vive la señora Cepeda?
—En la calle Compañía. Dígale que va de mi parte. Eso le agradará.
Después de decir esto, la señora Rubilar pagó y salimos. En la calle pasaba en ese instante una dama muy fea; nos miró de manera insolente, y luego nos quitó la cara, sin saludar, denotando el desprecio. Fue un desprecio tan visible que no pudimos dejar de notarlo.
—Es fea, pobre y desgraciada. La única forma que tiene de demostrarse superior es su insolencia —dijo la señora Rubilar.
No di mayor importancia a eso y me despedí de ella, después de convenir en pasar por su casa la mañana siguiente para coger las llaves del chalet. Ni un minuto se me ocurrió pensar en la fama de ponedora de apodos que tan injustamente me habían echado.
En cuanto a la señora Cepeda, puedo decir que la conozco de vista y no ignoro lo que de ella se murmura; le cuelgan anécdotas tan absurdas como decir que al whisky and soda lo llamó water-closet con seltz y al ray grass lo llamó foie gras. Lee mucho y siempre está incubando terminachos rarísimos que da risa oír; es de las que tienen enfermedades modernas. Comenzó a leer libros raros antes de pasar por Calleja, Molinare y Liborio Brieba. Apenas distinguen a Chile en su mapa y ya hablan de sicoanalítico y de Spengle. Es talquina, y ya sabemos que en el borde del Piduco se produce el triple extracto de lo repisiútico. El marido de la señora Cepeda puede pagar al contado rabioso; es corredor, estuvo en las Especies Valoradas y ahora es uno de los que manejan el Petróleo Surgente. En Chile no surge petróleo, pero es lo de menos, y ya se habla de crear un Departamento del Petróleo. La señora Cepeda presume de leída y navegada; es navegada y volada, como que llegó a Chile en la Panagra; por lo demás, se lo pasa citando a Estéfano y a Garañón.
La primera vez que hablé con ella me tomó una oreja y me dijo: "Esta oreja tan pequeña revela a una persona muy evolucionada". Después me latió con su siconalítica. Ha leído lo suficiente para hacerse intolerable. Yo le venderé el chalet al contado rabioso. Para presentarme a ella me aprenderé una frasecita bien repisiútica; llegaré a su casa con un peinado liso que valore mis orejas evolucionadas, y diré: "Tengo un chalecito que es el sursum corda de lo elegante".

El Negocio

Me levanté al alba, pensando en mi negocio. A las nueve emboqué la calle Compañía para sorprender en su casa a la señora Cepeda. Comprendo que en esas calles largas y blancas de tedio como un día de hambres, las esposas de los nuevos ricos suspiren por los aromas del Barrio Alto.
Poco antes de llegar a casa de esta dama, un hombre de elevada estatura, moreno, que estaba de pie en una esquina, me miró de manera cínica; sus ojos revelaron que había conectado el pensamiento con la barriga; después se puso a seguirme en forma tan descarada, que me volví para decirle en voz brusca:
—¡Vaya a ocuparse de sus nietos, venerable anciano!
Se retiró todo achunchado y seguí mi camino. La casa de la señora Cepeda está al lado de un incendio reciente; ella misma salió a recibirme, algo intrigada a causa de la hora. Vestía una bata de seda azul. No es fea, eso sí tiene una cara muy blanca, como huevo duro. Sus ojos son agradables y bonitos. Entré con un poquillo de nerviosidad, pero a las primeras palabras comprendí que, o ignoraba que le hubieran puesto tan feo sobrenombre, o no pasaba por su mente la idea de que yo fuese la autora. Le pregunté por sus hijas, que estaban ausentes, en Jahuel, y quedó muy halagada por mi visita. Es de esa clase media que todavía experimenta el sentido reverencial de los apellidos vascongados. Me preguntó que si era parienta de tal o cual figurón, que si era muy amiga de la señora Rubilar.
Al pensar en esto, vi que aparecía un mozo rubio, al que la señora Cepeda llamaba Esmit.
—Esmit —le dijo—, traiga mi desayuno completo, con toasts.
El mozo volvió al poco rato, deslizándose sin ruido, y dejó sobre la mesa un desayuno británico, donde se veían huevos a la copa.
—Soy hipertensa —dijo la señora— y el médico me prohibió el café. Por eso me desquito con posturas de gallina.
Debí poner cara larga, porque me ofreció un desayuno igual, que acepté ligerito, antes que cambiara de idea.
Esmit no tardó en traérmelo, y comí de buen apetito.
—¿De manera que la señora Rubilar la mandó aquí? Es muy interesante; eso sí, no sé..., no sé... qué vacío noto en ella... ¿Cómo supo que necesitaba casa?
—¡Ah, señora Cepeda!—exclamé—. Aquí todos nos conocemos.
Sonrió satisfecha y dijo:
—La gente bien sí, se conoce toda, porque nos vemos en el Lido, en Jahuel, en Zapallar...
Después de esto pareció que reflexionara en algo triste. Sus bonitos ojos se entornaron súbitamente condolidos.
—Nuestro apellido —dijo, como si eso la preocupara hasta hacerle daño— debiera escribirse Sánchez de Cepeda y Ahumada, como que es el mismo de Santa Teresa de Ávila, cuyos hermanos, es muy sabido, se radicaron en Chile. Ya ve: yo soy Cepeda también por el lado materno... y ahí está la santa. Dicen que se me parece.
—Es verdad —asentí, mirando el cuadro de la santa, que su larga mano me señaló. (Tenía su mismo óvalo de huevo duro).
Cada vez denotaba su extrema sensibilidad respecto a linaje y su dolor de no llevar apellido vinoso. Pocas veces he tenido la sensación de mi valor de ser Iturrigorriaga. Me sentía tan aristocrática como si fuera Médicis, y esto se lo debía a ella. Para calmarla le dije:
—Cepeda es un nombre magnífico.
—Sánchez de Cepeda —rectificó ella—, y cuando publique mi libro firmaré así para hacer pesar el rumor solemne de la historia...
—¿Poesías?
—No. Psicología y sociología —rectificó ella.
—A mí me encantan los versos: Nervio me deleita—le dije.
—¿Nervo? Cuando era niña me agradaba, pero ahora..., después de morder la manzana implacable de la ciencia...
—¿Qué?
—Amado Nervo integraba el complejo de Amiel, y la ilusión se me fue. Ahora, si leo a alguien es a Machado, el de más recia vergadura.
—¿Y las poetisas?
—Delmira Agostini era mi favorita. Pero tan desgarrada...
Ya estaba en su elemento y se lucía conmigo. Se levantó para tocar el timbre y pidió a su criada que le rociara el pañuelo con Mary Garden, el cual le fue presentado al poco rato en bandeja de plata.
Después dijo:
—Sí, es verdad. Deseo comprar casa en el Barrio Alto para cambiar de influencias telúricas; quiero chalet, pero no muy moderno, porque esa modernidad integra el síndrome del barroco. Llevaría mi propia sala de baño. No me separo de ella.
Yo estaba muy nerviosa y en guardia; había perdido mis dotes festivas, como siempre me ocurre entre la gente susceptible. Cuidaba bien de no reír, porque ella observaba a cada instante mis facciones. Se puso de pie y me mostró algunos cuadros: un Corot, un Morales. Yo conozco aljoven autor personalmente, pero tuve la modestia de no decírselo. Le pedí que fuéramos juntas a ver el chalet, a lo cual accedió, y salimos a la calle, coincidiendo en la puerta con la llegada del poderoso auto niquelado, un Lincoln flamante que parecía andar suave como una dama, y se detenía sin ruido frente a nosotras. Largamos las amarras, avanzando hacia Providencia, donde el dinero de los empréstitos reemplaza ventajosamente al salitre, haciendo surgir una ciudad pimpante de los terrenos baldíos y basurales antiguos. Al llegar a la Plaza Baquedano, ella dijo:
—Este será el epicentro de la capital.
Quiso aparecer algo irónico en mis ojos, pero los refrené, en tanto ella escrutaba mi asombro, diciendo:
—¡Qué dicha! ¡Cómo me agrada el abrazo del viento, mi compañero bohemio!
Muy pronto penetramos en la zona de los chalecitos, como juguetes modernos, de una arquitectura desconocida y juvenil, puestos ahí como un engaño para la vista; lucían todos los colores del arco iris, y en sus jardinillos se alzaban estáticas y enormes rosas, tan grandes como los jarrones y adornos de cemento. Son castillos en España, o sueños de empleados públicos que la jubilación hace congelarse en el aire. Los más grandes pertenecen a generales o ministros, o contratistas: los más pequeños, a capitanes, jefes de departamento o de sección. Las generalas arman grande alboroto si una coronela compra chalet más grande que el de ellas. En todo caso, el chalet que ofrecí a la señora Cepeda es más amplio y aislado. Está en una callecita perfumada y soñolienta; es digno de una funcionaria de Petróleo Surgente.
—¿Cuál es? —preguntó.
—Aquél —le dije, toda temblorosa, previendo una negativa.
A esa hora se veía muy fresco, silencioso, semejante al castillo de la Bella Durmiente.
—¿Tiene bow windsor? —preguntó.
—Ya lo creo, y usted puede mandar la ropa sucia hasta el patio de los empleados por un deslizador; tiene pila y sátiro echando agua.
Diciendo esto, bajamos del auto.
La señora Cepeda miró el conjunto, haciéndose visera con una mano. En ese instante la malhadada radiola del carnicero comenzó a tocar Tosca.
—¡Ay, qué siúticos! ¡ Tosca, y en la mañana!—exclamó, tapando sus oídos.
—La verdad que es muy impropio —le dije—. Gente sin tonalidad hay en todas partes.
—Sí, el defecto de estos chalecitos es su familiaridad. Me costará trabajo sincronizar con el barrio. Además, deben ser chismosos.
—¡No crea! Aquí, mucho menos que en el centro. Los vecinos son gente chic. Son la crema de la ot.
—Y al fin, a mí, ¿qué me da? —dijo la señora Cepeda—: "Yo estoy más allá del bien y del mal".
—Es muy justo. La chismografía alcanza a la gente ordinaria.
Después de reconocer desde la torre hasta el cimiento húmedo de la cueva, me preguntó:
—¿Y el precio?
Debo haberme puesto algo tímida y colorada, cuando le dije:
—El último, último, es ciento ochenta y tres mil..., mitad al contado.
—¿Ciento ochenta y tres? ¡Qué horror!
—Y, le diré, es barato. Toda la gente bien, la gente tip top, los diplomáticos, la empleomanía, el alto comercio, se radican en este barrio. Aun como negocio se puede comprar, porque la capital se ensancha para la cordillera: primeras aguas, primeras brisas. Vale cien pesos el metro, y valdrá mil...
—¿Quién vive al lado?
—Mi prima: la Tutuca Iturrigorriaga, recién casada. ¿No oyó usted de su casamiento?
Los ojos de la señora Cepeda fulguraron.
—¿Es verdad? ¡La Tutuca! ¿Y está aquí ahora? Tiene mucho sex appeal, y ¿será verdad que recibió soberbios regalos de boda?
—Eso dicen, y yo le vi un traje verde, de la Georgette. Una maravilla; costó tres mil pesos.
Reflexionó un momento y volvió a preguntar:
—¿Cómo va ese matrimonio? He oído que mal, ¿verdad? Es lo mismo en todas partes: agitaciones, intereses, caracteres disímiles.
Este último terminacho rebuscado me hizo rebuscarme yo misma algo nuevo y digno de ella.
—¿El amor? —le dije—. El amor cambia como la nube, como la ola, como la brisa...
Suspiré, satisfecha. ¿Acaso porque no he leído a su famoso Marañón, no seré capaz de improvisar?
—Así es —respondió. Y luego—: ¿Están aquí en Santiago?
—No. Partieron al fundo. Y, además, ella quiso comprar éste, pero lo encontró caro. Aquél es muy inferior, y costó diez mil menos —añadí, señalando el chalet de la Tutuca.
—¡Ah! —suspiró ella—. ¿De manera que quiso comprar éste?
—Así es.
—Vamos a casa. En ciento ochenta mil me parece algo caro—dijo secamente.
—¡Ah, no, señora! —dije, subiendo al auto—. Último precio, pero último, último.
En el trayecto a la casa permaneció silenciosa; yo iba en un estado de nervios difícil de describir, procurando al mismo tiempo aparentar calma. Llegamos, y preguntó al portero que si había llegado su marido. Yo me imaginaba qué laya de hombre sería el señor Cepeda, de quien tanto oí hablar. Lo esperamos recorriendo la casa. Su dormitorio era regio, aunque algo rebuscado; la cama mullida, colosal, cubierta de sedas: Cortinajes espesos flameaban, por estar abierto el balcón. "¡Qué ridículo será tener dolor de muelas en camas endoseladas!", pensaba yo.
—Ya es tarde: la hora del gran déjeuner, y aún no asoma —exclamó ella.
Pero en ese mismo instante sonó la puerta y crujió la escalera. Era el marido. Subía lentamente, cuando de pronto casi doy un grito: el marido de la señora Cepeda era el mismo mamífero, el mismo insolente que esa mañana, en la calle Compañía, me echó un piropo invitándome no sé dónde. Cuando me vio, se le demudó el semblante; no atinaba; su sorpresa era tan grande como su miedo. Comprendí que lo tenía en mi poder, pero al mismo tiempo era indispensable temperar sus nervios, demostrándole que yo no me encontraba en su casa para confundirlo ni para delatarlo. Entonces, con mi tono más apaciguante y fino, le dije:
—Vine a proponer a su señora la compra de un chalet: ya lo vimos, y creo que está encantada. Yo soy Teresa Iturrigorriaga Iturrigorri.
—Mucho gusto de conocerla —dijo él, temblándole todavía la mano—. Yo conocí mucho a don Juan de Dios Iturrigorri, gran caballero, gran político, muy preparado.
Después añadió:
—Sí, sí. Hace mucho que deseábamos mudarnos a Providencia; a ésta no le prueba el temperamento de aquí.
Sonreímos. Él estaba ya recuperando su audacia, aunque yo lo miraba fijamente, dando a entender que debía sometérseme.
—Es un regalo —dije—. Ciento ochenta y tres mil.
La señora Cepeda lo llamó a su escritorio, excusándose de dejarme sola un instante. Después volvieron y noté que el marido había tomado alguna resolución.
—Ciento ochenta y dos mil—dijo
—No, no —saltó su esposa.
Yo di un corto paseo por la alfombra (estaba de pie) y, mirándolo frente a frente, recalcando la cifra, insistí:
—No puedo. La firma que represento es muy seria: ni un centavo menos de ciento ochenta y tres.
Como ella intentara otra vez una rebaja, él le dijo en tono de dignidad herida:
—No regatees, hija. Voy a echarle un vistazo, y queda terminado.
Salí de esa casa toda saturada de terminachos raros, como embelequia, barroco, sincronisanto, síndrome, telefuncia, retelúrica, en fin, ¡qué sé yo! ¡Y con qué gusto una habla con la cocinera cuando sale de la casa de una filósofa! ¡Qué descanso! Almorcé rápidamente. No estaré segura hasta que no vea la platita. Todas esas oficinas de Bandera y Bolsa Negra son cuevas de Alí Babá. ¡Tres billetes de mil, treinta de cien, tres mil de uno! Al fin voy a poder comprar cosas nuevas, cosas lindas y suaves como lleva la señora Rubilar. Sin olor a pobre.
SACANDO LAS PRENDAS
Por fin, por fin, soy rica. Lo primero en mi programa consiste en sacar las prendas del empeño.
Habrá muchas personas para quienes el acto de empeñar rebaja y denigra; sin embargo, yo las haría reflexionar. Los objetos más hermosos y queridos, en una casita pequeña como la nuestra, se convierten, después de mucho palparlos y mirarlos, en simples objetos; nos fatigan; nos dan deseos de cambiarlos o de moverlos, como hacemos con nuestra cama. Cuando la pobreza nos obliga a empeñarlos sufrimos un poco, aunque sin dejar de comprender la necesidad que esos objetos, como las personas, tienen de viajar.
Un mes, dos meses o tres permanecen alejados de nosotros, y luego... ¡qué estremecimiento voluptuoso cuando vamos a rescatarlos o a esperarlos en la estación central del empeño! Llegan un poco molidos del viaje, impregnados de un olor a polvillo del camino de las cosas. Con el atado de papeletas, yo misma llegué a la "estación" del Nuevo Tigre, en la calle San Pablo, siempre atestada de viajeros y de deudos en calurosa despedida. Nos vuelven más gordos, más hermosos que cuando los dejamos. Las prendas que volvían de veranear eran:
Un espejo antiguo, de marco dorado; una guitarra; dos pares de sábanas; un tapado negro, usado; una docena de cuchillos de plaqué; una sobrecama en mal estado; cuatro tacitas de porcelana.
En el espejo, cruzado de antiguas vetas oscuras, se miró mi madre el día de su boda y poco antes de su muerte; mi padre se contempló la lengua y yo también miré mis rizos negros, mis ojos virginales y mis velos blancos de Primera Comunión; las tacitas, miradas al trasluz, tienen retratos de Napoleón y Josefina. Son de Sèvres. Soy rica. Ahora iré de un lado a otro, rodando, sin gastar zapatos ni transpirar. ¡Qué absurdo es el mundo! Los que van en auto son los que no tienen apuro. He comprado muchas cosas: una trampa para ratones, en primer lugar, porque la otra noche un ratón que se come las puertas me quedó mirando sin moverse. También compré una tela color llamarada y una bolsita; medias color vino; jabón, peineta. No tenía nada ya. ¡Y zapatos! Cuando me saqué los que llevo hace cuatro meses, me dieron ganas de llorar, pensando en los trotes que dimos juntos. ¡Adiós pobres chancletas! A las seis y media me puse en la puerta, esperando a la mujer de abajo para hacerle un regalito. Es la hora de su llegada, cuando viene acezando con sus tres pesos de las cajas de cartón. Su niñita está en casa: le han dado permiso, y esta mañana la vi jugando con el gato, muy abrazado a su cuello, porque el gato es la muñeca de las chiquillas pobres. En fin, yo tengo todavía de dónde sacar billes.... ¡en cambio para ellas todo ha terminado!

Lo Primero es Comer

Una parte de la plata la dedicaremos a restaurar el organismo. Mi papá era de los que tenían el estómago de doble fondo y a veces le gusta recordarlo. Fui a la Vega a comprar un congrio grande como sirena; le miré bien las agallas, porque a veces se las pintan con anilina. Después fui a hacer el fuego: cuando una quiere prender la cocina, entonces comprende que todos los incendios son intencionales. Agarró el fuego después de un largo trabajo, y puse las ollas.
—Tenemos banquete —me dijo el papá, sobándose las manos—. ¿Por qué no invitas al tío Pedro?
—A ése no, de ninguna manera. Es "palo grueso".
El tío Pedro es hermano del tío Juan de Dios, muy rico y tacaño, de la parte materna. Yo no me atrevería, por nada del mundo, a invitarlo a almorzar desde que lo escuché discutir si las langostas de La Bahía eran mejores que las de Chez Henry.
—No, papá. Al tío Pedro no —volví a repetir—. En cambio, al tío Manuel, cuando quieras.
Dicho y hecho: mandé invitar a este último, que es un chilenazo, aunque se educó, según dice, en Inglaterra. El pobre es inútil y bueno como el papá. A las doce y media llegó. Lo único que le queda de Inglaterra son unos guantes viejos color patito y la manera de andar a lo gringo, que consiste en un balanceo de izquierda a derecha y un paso muy rápido, aunque no vaya a ninguna parte.
Me da pena considerar el derrumbe que ha ido sufriendo la familia. El habla del papá se ha vuelto estropajosa después del ataque; el ojo izquierdo le lagrimea y sus movimientos en general son torpes, al punto de que parece llevar imanes en los brazos y en los faldones del chaqué; bota mesas y floreros por donde pasa. El tío Manuel es de los que se complacen empleando expresiones nacionales, todo lo contrario de la señora Cepeda. Al verme de delantal me preguntó si les iba a servir la mesa. Parezco una ninfa mapochina de El Huaso Adán. Mi tío tiene mucha distinción natural, aunque se note su pobreza en la marchitez de su ropa y un aire tímido. Mirándolo, apenas se comprende cómo pudo malbaratar su fortuna. Estuvimos hablando del tío Juan de Dios, hermano de mi madre, cuya situación política es conocida. Yo le dije que nunca venía por casa, y la última vez que lo vi, hace cuatro años, el día de mi santo, me regaló dos pesos.
Mi papá y el tío Manuel estaban felices de encontrarse. Se entienden muy bien y manifiestan un apego conmovedor por el pasado. También largan chistes algo fósiles. Confieso mi incapacidad para comprender los chistes que desatan la carcajada salivosa y enfermiza del pobre papá. Tanto él como el tío Manuel son de la época en que Chile se creyó "la Inglaterra de Sudamérica". Mi abuelo, que era muy rico, quiso darles educación inglesa; los mandó a Cambridge, en Inglaterra, después de haberlos preparado en el Mac Kay, de Valparaíso. El resultado, según mi criterio, es que los convirtió en inútiles, por cuanto a su llegada a Chile habían dejado de ser chilenos, sin alcanzar a ser ingleses; ambos se habían acostumbrado a la vida de capitales europeas y se demostraron incapaces para la administración del caudal y la mina que heredaron. El tío Manuel vendió su parte en la mina para comprar fundo y palacio en Santiago; después vendió el fundo y compró bonos hipotecarios del ocho. Nunca supo a qué atenerse. En cuanto a mi padre, puedo decir que casó algo viejo y medio arruinado; la mina estaba ya hipotecada hasta el máximum. Mi idea es que después de tomar algunas clases en Inglaterra se fueron a vivir en París. Más tarde, a su regreso en esta capital, fueron los hombres a la moda y los amigos terminaron por corromperlos. De esto hace buenos años. La mayoría de sus conocidos murieron. Lo cierto es que a mí no me seduce el tiempo pasado que él cree tan seductor.
Como notara en mis facciones que sus chistes no me producían alegría, dijo, tartamudeando:
—Eres de otra época.
Suspiró, desvió la vista y añadió, dirigiéndose al tío Manuel:
—Hace poco la llevé a la zarzuela, a La Verbena de la Paloma, y no le gustó. Con decirte que se puso a bostezar.
—Sí, es verdad, papá —le respondí—. No me agradan esas historias de chulos que viven en conventillos. La música sí es alegre.
—¿Y la ópera?
—Es muy arbitraria, pero no me desagrada.
—Si hubieras visto la sala del Teatro Municipal en esos años. El público tenía importancia entonces, y a las actrices podíamos verlas en la calle. Las conocíamos a ellas, y ellas nos conocían a nosotros también. ¡En cambio, ahora! ¡El cine!
Yo no respondí. E1 papá agregó, después de un rato:
—Nunca pude tragar a ese repulsivo Chevalier. ¡Triste cosa es sobrevivirnos, cuando tuvimos una magnífica oportunidad de morir con gloria en La Placilla!
Se sentaron a la mesa, conversando efusivamente, y apareció el triunfal congrio en su azafate, esparciendo un olorcillo capaz de resucitar a Lázaro. Era dominguero y sencillo el almuerzo; el sol jugaba en la mesa, dando colores de oro al mantel relavado; sencillo y limpio todo, porque yo cociné, y a mí no se me cae el pelo en la sopa como a esos cocineros anémicos del centro. Después puse el azafate de criadillas en sus canapés tostados.
Cuando llegó el cordero, rodeado de porotitos y callampas, ya eso pareció un derroche. El tío Manuel se había aflojado la camisa y la corbata. Se escuchaban los pasos de la cocinera, que estaba toda asustada de ver visita; acostumbrada a la pobreza, no sabía qué hacer con la mantequilla.
Mi papá es un hombre que se desdobla y, quitándole lo enamorado, es el moralista más serio del mundo. Levantaba el tono recordando sus tiempos, como un político que infla la voz para pegársela a todos, y decía:
—¡Qué decadencia! Ahora llaman a las novias cabras. ¡Cabras! ¿ha visto indecencia igual? En mi época las llamábamos prendas, y, antes de hablar con ellas, nos perfumábamos la boca y nos aprendíamos el Pentateuco.
—Hoy todo es chabacano —dijo el tío Manuel, vaciando una copa de vino, que es la leche de los viejos.
De este tema desvió la conversación a lo poco que valía la vida del mundo actual con sus inventos e impuestos.
—Yo creo —dijo mi padre— que ocurrirán cosas terribles y vendrá el fin del mundo. No sería raro que llegaran habitantes de otro planeta, cuando menos lo pensemos —hizo el tic—. Desembarcarán de un dirigible desconocido y se pasearán por todas partes, saltando como arañas sobre nosotros, comiéndonos vivos.
—En efecto —exclamó el tío Manuel, alarmado.
Habíamos terminado de comer; las botellas eran ya cuerpos sin alma. Después del café cayó el silencio pesado de la digestión. Les di puros y los vi chupando de manera desesperada, porque el único defecto de los puros de Valparaíso es que no echan humo. Cuando se fue el tío Manuel, abracé al papá y le ofrecí plata con muchas precauciones, para no humillarlo. Es muy difícil hacerlo aceptar, porque fue espléndido y creyó haber nacido para esparcirla. Cuando acepta algo de mí, asegura sinceramente que es para capitalizarla y dármela el día de mi boda. En todo caso, el mejor remedio de los médicos no le haría tan saludable efecto como esas inyecciones de congrio y de plata. Es otra ventaja de ser pobres: los ricos todo lo tienen y no se les puede hacer regalos. Lo abracé, no encontrando qué decirle, y me saltaron lágrimas al sentir sus manos frías en mi frente; esas manos paternas me recordaron la niñez, cuando tuve el tifus y me tomaba la temperatura. Al mismo tiempo me pareció ver mi pieza de la calle Dieciocho, con mi camita de Muzard, adornada de rosas y angelitos, que una tarde se llevaron en una golondrina.
—¿Te pagaron la traducción?—me preguntó.
—Sí, y estoy haciendo otra para el Departamento del Platino.
Luego, notando un brillo de ilusiones en sus ojos, tuve miedo de que estuviera pensando en una de sus escapadas, y añadí:
—Cuídese mucho, papá. Acuérdese de lo que dijo el médico.
En efecto, el médico recomendó que no se expusiera a las agitaciones, y a mí, aparte, me aseguró que otro ataque sería fatal. El papá se molestó al oír mi advertencia, aunque procuró disimular un gesto fatuo de desprecio a la medicina. Poco después se quedaba dormido y fui a mirarme en el espejo, donde aparece casi siempre otra Teresa, a la que converso y es mi mejor amiga: "¡Anda! —me dije— ¡Anda, Teresa, ya eres rica y te darás gusto!".

Voló el pajaro

La cocinera vino a decirme que el papá estaba muy agitado y se había levantado. Su enfermedad es de esas que dañan a los nervios motores y obligan a andar a paso de parada, como si los pasara en revista el general. Es penoso ver a mi padre, tan flaco y marcando el paso prusiano. Cuando se levanta, su estado se pone de relieve.
No es que se encuentre agitado, como cree la cocinera. Lo que hay es que se siente mejor y una oleada de recuerdos ha venido a removerlo en su parálisis, así como el viento salobre de alta mar irá a estremecer el casco de un buque varado.
La ventana está abierta; en la calle los chiquillos pillaron una langosta y la amarraron de un hilo; se escucha cantar un canario y el cielo brilla como papel plateado. "No sean crueles", grito a los niños que martirizan a la langosta, pero no me hacen caso. Es un día enervante, más embriagador que diez cocktails, mirando al cielo, recuerdo los cerros; quisiera ver un cerro donde subía cuando era guagua en las vacaciones. Cada vez que veo un cielo así, como el de hoy, hinchado de salud, recuerdo esos cerros de la niñez, olorosos a arbustos y donde un viento suave nos invita al ensueño. Es este cielo el que altera al papá. Lo comprendo. Ya se cree capaz, y no sabe cuánta gana de llorar me da verlo con esa camisa pasada de moda, esa corbata plastrón y su traje negro. Al verlo vestido así, después de tanto tiempo que estuvo en la cama, me trae recuerdos de viejos días domingos en que salíamos a comprar empanadas después de misa. El papá se ha sentado en una silla baja y su boca se ha regodeado como siempre cuando dice sus chistes medio pavos. Lo curioso es que cuando va a hacer una diablura se acuerda de Inglaterra.
—Yo vi el entierro de la reina Victoria. ¡Qué gran país! Lo que hizo su fuerza fue el respeto a Dios, al rey... y el espíritu práctico.
Me dio miedo oírlo hablar así. Después se puso de pie. mirándome bastante nervioso, y añadió:
—Voy a calafatearme.
Se tomó las solapas del chaqué corte aguilucho que se hizo para el Centenario, pero en ese mismo instante sus piernas flaquearon, sus ojos se empañaron, un profundo desaliento se grabó en sus labios y volvió a caer en la silla. Yo hice como que no me daba cuenta y fui a la ventana; ni siquiera me sentí capaz de mirarlo frente a frente. Entonces, a mis espaldas, comprendí que él hacía otro esfuerzo para ponerse de pie, lo que consiguió al fin. Me puse el sombrero para salir, comprendiendo cuánto podía molestarle mi presencia, y me despedí, procurando no demostrar la pena que me embargaba.
—Pida un té a la Rubilinda, mientras yo salgo un rato. Vendré a comer —le dije, antes de abandonarlo.
Se despidió; sus ojos estaban semicerrados, y sus labios apretados demostraban el esfuerzo de sus músculos para no darse por vencido.
Estaba colocado en dirección a la ventana, y al fin, venciéndose, abrió bien los ojos y miró a la calle como el gato mira la jaula del canario. Siempre lo recordaré en esa postura, porque fue la última vez que lo vi en posesión de su habla. En efecto, anduve un rato por las calles, preocupada de mis compras; estaba muy nerviosa, sin saber a punto fijo la causa. En una tienda de zapatos tardaron en atenderme y eché a correr a la casa, justamente cuando la vendedora se dirigía a mí. Eran las ocho menos cuarto. En el acto, apenas hube pasado la puerta, comprendí la cosa; me di cuenta de golpe. La Rubilinda lloraba. Con razón el espíritu me avisó que pasaba algo grave.
Me dirigí al cuarto del papá, sin preguntar una palabra, y vi que estaba vacío, terriblemente vacío, como la cuenca de un ojo que se ha perdido. El papá había volado. Perdimos el apetito para comer; no nos hablamos durante largo rato. La Rubilinda rezaba. El médico me había dicho que, en ciertos casos, la parálisis desarrolla una traidora excitación, capaz de equivocar a algunos enfermos, que la toman por mejoría. Encima de la mesa había un papel escrito. Decía: Voy a pasar unos dias de campo; no te afanes. Estoy muy contento.
Poco a poco fue embargándome la resignación; recé dos avemarías y me dije: "¡Qué grandes son sus ansias de volver, de aferrarse a sus viejos amores o pasiones, cuando todo lo deja por ellos! ". Yo lo perdono, y en el fondo lo comprendo; lo dejo hacer su gusto, así como los médicos dejan comer los platos indigestos a los enfermos desahuciados. ¿Para qué llorar o desesperarme?
Pasé dos días sin salir, fuera de mis compras habituales en la mañana. El papá no da signo de vida; así ocurrió en su penúltima escapada; nada dice, hasta que llega extenuado, pensativo, ansiando rehacer una salud quimérica que ya no volverá nunca.
¿Qué hacer? No puedo guardarle luto como a un muerto. Me ha llegado el vestido color llamarada y deseo lucirlo; me peinaré donde Potin; a veces estas desgracias caseras traen sus compensaciones: espero dar un golpe memorable.
¿QUÉ ES LA ELEGANCIA?
El triunfo que esperaba conseguir mediante el vestido nuevo se ha ido en humo. Estoy segura, juzgando por las miradas de las amigas, que el famoso vestido está lejos de ser una maravilla. No puedo conseguir esa elegancia que ambicionaba, y esto proviene de que la verdadera elegancia consiste en ponerse cosas caras y nuevas. Para esto es indispensable tener tanto gusto y plata como la señora Rubilar, porque ella sí está siempre flamante, atrayendo la curiosidad, la admiración y el deseo de imitarla. Además, la flor de la elegancia requiere el cultivo constante de un buen jardinero, y mi vida ha sido dura para que pueda ocuparme de ello. La mujer del gran mundo debe ser, en primer lugar, una egoísta perfecta, y una indolente, superficial, para poder dedicar tantas horas al peluquero, tantas al manicuro, tantas al dentista, a la moda y al baño. Conozco mujeres que duermen envaselinadas y fajadas, como las momias. Antes de ir al baile son capaces de no comer un día entero.
En esa forma, la vida es una falsificación, ausente de momentos auténticos de verdadera originalidad. Y si se casan, esas esclavas de su aspecto fisico, ¿qué dirán los maridos? Comienzan a fatigarme estos afanes y estas personas. La señora Rubilar está sacando a otra chiquilla, y noto en sus miradas que me guarda algo de rencor porque no la he visitado ni le di las gracias. La señora Cepeda, alardeando siempre de su Garañón y su Froi. Está demasiado feliz con su chalet nuevo para que se acuerde de mí.

No hay comentarios:

Publicar un comentario