lunes, 2 de agosto de 2010

Capitulo IV


DICIEMBRE VEINTICUATRO


Vísperas de Pascua. El papá enfermo y yo retirada de la circulación, como billete falso. No salgo. La señora Rubilar me ha enviado su médico y viene a verme a veces. El estado de papá sigue estacionario.
Enero.—Pasó la fiesta del Año Nuevo. Todo igual. No comprendo la felicidad del público para saludar a las cabalgatas del tiempo. Pasé el salto de un año a otro en la cama. El baño está instalado y me recuerda el bochorno cada vez que penetro en el agua. La cuenta de gas será enorme; por lo demás, me he vuelto enérgica; no tengo miedo a nada. Esto proviene del chicotazo sufrido. El doctor desespera de salvar al papá y yo pienso que los parientes y el público tendrán buen entretenimiento al conocer esta guarida donde vivimos, en el día que fallezca y no sea posible ocultarnos. Pienso en Gastón a cada instante; estalló una revolución en su tierra y no sería raro un cambio en la diplomacia.
Antiguamente recibíamos docenas de tarjetas de Pascua y Año Nuevo. Este año, fuera de un ramo de flores de la señora Rubilar, llegó una sola tarjeta, donde dice:
Los Almacenes García desean a usted felices Pascuas. Catres, zapatos, pijamas, frazadas...
El tiempo corre. No salgo. Siempre al lado de mi enfermo, contemplo el cielo y pienso en Gastón, haciendo torres de viento. Ha venido la señora Ismenia y la he recibido lo mejor que pude; la convidé a quedarse en casa, pero rehusó, dándose cuenta de nuestra estrechez. El amor de esta señora por mi papá es sincero.
En unos minutos de escapada fui al almacén y pedí comunicación telefónica con el hotel donde vive Gastón, para oír siquiera su voz. Al escucharle a través del aparato sentí llenárseme la copa amarga del deseo. Era él; era su voz civilizada y dominadora; era su cuerpo el que estaba comunicado a mí por un hilo eléctrico. Este enchufe científico con el hombre de mis pensamientos me hizo temblar entera. Pregunté por su salud, sin decir mi nombre; luego, con voz tierna:
—¿Reconoce mi voz?
—¿La Lidia? —preguntó él, alborozado.
—No, no.
—¿María? ¡Usted es María! —exclamó en tono de triunfo.
—No, no —dije, deteniendo un sollozo
Y corté apenada. No se acuerda de mí.
Los celos muerden mis entrañas. Acaso me parezco a mi pobre madre. Murió de amor como la desdichada Elvira... ¿Quién será esa María a quien tanto recuerda? Gastón no me quiere.
L U T O
Mi padre murió hace cuatro días. No he tenido tiempo de escribir. Sigo haciendo este diario absurdo, en parte por aburrimiento y en parte para dar escape a mis dolores. Estaba en la cocina preparando un remedio, cuando me saltó el corazón. Adiviné que mi padre había muerto por un gran grito agudo, así como ruptura de locomotora que silbara antes de estallar. Fui en el acto y vi a la señora Ismenia postrada a los pies del lecho; después de gritar, palpaba el cadáver; lo estrujaba, si puede decirse, y luego mordía las sábanas, gritando: "¡No te mueras, mijito!" Después comenzó a hacer y a decir cosas tan excéntricas, que temí se hubiera vuelto loca. "¡Cuántas veces me decías que harías una señal desde el otro mundo!... Llévame contigo... sí..., llévame... Yo quiero irme..." Así decía la pobre mujer, andando de un lado a otro, sin coquetería de ninguna clase. Abandonó sus afeites y pelucas, dejando caer de golpe diez o quince años sobre su pobre cuerpo. Levantaba los brazos y se retorcía las manos. Yo tenía vergüenza de no poder demostrar un dolor tan hondo. No soy buena actriz de mí misma; el golpe me produjo daño; sin embargo, fui incapaz de exteriorizar ni una muestra de él. Dicen que corre por las venas de los Iturrigorriaga sangre de la cacica impávida de Talagante. De todas maneras, mi dolor es diferente al de la señora Ismenia. Para demostrar que no tenía miedo se acostó al lado del cadáver como un perro; no ha querido comer nada. Eso sí, a ratos, bebe de mi terrible gin nacional.
—No se mate —le dije.
Ella me abrazó estrechamente, diciendo:
—Tú no sabes, ñatita. He perdido la ilusión de la vida.
No puedo negar que me siento, en parte, hija suya.
Dos horas después de muerto mi padre, llegaron agentes de funerales. Ya lo sabía todo Santiago. Comenzó para mí el suplicio protocolar de recibir a la gente, a los parientes que, a él y a mí, nos tienen por locos y desplazados. Los parientes ricos llegaban, sin poder ocultar la mucha cautela, con caras de perros apedreados. Los neumáticos domesticados de sus lujosos autos no habían rodado antes por la calle Romero. Los vecinos salían a mirar en las puertas. Ya conocieron el secreto: somos ricos arruinados. En la tarde llegó una corona enorme, escandalosa. La señora Ismenia hizo grabar en la cinta su nombre dorado, desafiante.
Una de las primeras personas de la familia que llegaron a la casa fue la prima Lucha, esa gorda, enorme y cuadrada, a la que llamo "mi prima Carnera". ¡Pobre prima Carnera! No puedo negar que comienzo a quererla. Entre ella y la señora Ismenia vistieron el cadáver de mi papá. ¡Pobre papito! Se le contaban los huesos. Yo no hubiera sido capaz de vestirlo. La prima Carnera se puso a rezar en alta voz, hincada junto al cadáver. Estamos comenzando a reconciliarnos. No me dice ni una palabra, pero se nota que le gusta verme vestida de negro, sin afeites, triste y rezando con el rosario en las manos. Es seguro que le agrada verme adolorida, y pensará que así soy chilena tradicional. Chile está más a tono con el dolor y la muerte. La felicidad es perseguida como traición. Basta que muera alguno en la familia para que descubramos la existencia de un vasto mundo funerario y adivinemos el enorme sentido que la muerte tiene en esta ciudad, donde todo predispone para emprender el paso del río Aqueronte. Dicen que somos país de hospitales, de asilos, de asistencias, de boticas, de operaciones y de camillas. Por eso, el algodón, el olor a yodoformo, las cataplasmas y las vendas nos animan en forma extraordinaria. Además, nos reconcilian.
El papá quedó vestido con uno de los trajes que se usaron en su juventud. Le coloqué una cruz y un retratito de mi madre en el pecho.
Poco a poco la pieza mortuoria se llenó de gente. Cuando llegó el tío Juan de Dios Iturrigorriaga se produjo un revuelo de expectación. Nunca un hombre me ha mirado de manera tan glacial y escrutadora. Me atrincheré, armándome de todo mi valor para responder de manera calmosa. La casa es tan pequeña que estábamos amontonados unos sobre otros y no había manera de substraerse a sus miradas inquisidoras.
El tío Juan de Dios estaba preocupado en saber si mi padre había muerto como cristiano, lo cual era la condición para enterrarlo en el mausoleo de familia. Aunque rehusó la confesión, yo le dije que sí había muerto como cristiano, pensando que no mentía gran cosa y que, a veces, las mentiras, como ocurre en la medicina, son paliativos necesarios. Después él añadió:
—Le daremos entierro de primera. Yo arreglaré eso; usted no tiene de qué preocuparse.
—La pompa es innecesaria y antinatural para una persona que vivió tan pobremente —le repliqué.
Esta respuesta pareció contrariarlo. Mi tío Juan de Dios no hallaba dónde poner los ojos que no se sintiera herido: los paseaba del armario al techo, cuando no a la base de la puerta. Por fin los reposó en sus propios zapatos y pareció quedar más tranquilo. Yo estoy resuelta a no acceder a sus deseos de darle un entierro de lujo. Será una lección para esta gente que lo abandonó en vida y el día de la muerte se acerca sin otro objeto que mantener la farsa del pabellón de familia.
En ese mismo instante, y como para confundirme, se escuchó la carrera de un tropel de ratones en el entretecho. Quedé humillada y reaccioné, pensando responder a cualquier pregunta con cinismo y violencia. El tío Juan de Dios comenzó a rascarse las piernas a causa de las pulgas.
Las velas daban a la casa un aspecto tétrico. Algunas parientas se pusieron a rezar, hincadas a los pies del ataúd, y otras se dedicaron a conversar, cadavereando en mi cuarto o en el comedor, que servía de recibo. Esas viejitas santiaguinas vestidas de negro, que salen quién sabe de dónde, son expertas para tratar de los males que aquejan al triste mundo: la muerte las agranda, las ilumina. Todas ellas aseguraban haber conocido íntimamente a mi padre. Después, a media voz, hablaban de salofene, de paperas, de úlceras, de compresas, de tisanas, de punciones, de presión arterial, de operaciones equivocadas, de confesiones en artículo mortis, y del terrible doctor Serrucho, cuyo solo nombre hace temblar. Rememoraban las muertes de la semana, como si anduvieran de casa en casa buscando cadáveres. Así fue pasando el día del velorio, lleno de murmullos; también se asomaban obreras del barrio a curiosear, abismadas al conocer nuestra relación directa con "palos gruesos" y jaibones.
En la noche llegó la señora Rubilar. Como si una pantera esbelta y felina se hubiera presentado en medio de buenas aves domésticas, su irrupción hizo enmudecer al corro fúnebre. Llevaba traje negro. Una mantilla de encaje de Inglaterra tamizaba su rostro de seráfica blancura. Me abrazó repetidas veces y mis parientes quedaron mudos de asombro al comprender, por nuestra manera de saludarnos, la intimidad que mantengo en mis relaciones con ella. Me dijo: "¡Pobrecita! ¡Qué golpe para ti!", y me pasó por la cara sus manos parecidas a las manos de la reina de Hungría, que curaban las llagas. Luego me llevó aparte y me habló al oído, consolándome. El tío Juan de Dios no estaba en ese instante, y lo lamento, por cuanto me creen venida a menos, y hubiera deseado mostrarle cuánto me quieren personas como la señora Rubilar. La prima Carnera se dio cuenta de este cariño y nos miraba de manera agradable y discreta.

EL ENTIERRO

Esta mañana, a las nueve y media, lo llevaron. No obstante mi resistencia, ellos decidieron un entierro de lujo, de esos que dan al último paseo en coche un aire de carnaval. Cuando el tío Juan de Dios salía, llevando una de las argollas del ataúd, tropezó en el agujero de la alfombra y casi cayó al suelo. Luego sentí partir a la fúnebre cabalgata; no pude ahogar un sollozo y me encontré en los negros brazos de la Rubilinda. Después me invadió el sopor. El olor de la fiebre y de las velas recién apagadas flotaba por la casa. El desenlace me producía un largo sentimiento de paz interna, lo mismo que si terminara de hacer un trabajo penoso y aburridor; había tolerado constantemente la idea de la muerte para que me afligiera demasiado. Al mismo tiempo experimentaba el goce raro de que hubieran descubierto la miseria en que vivimos. Yo sé que el tío Juan de Dios, después de pagar entierro de lujo, no volverá a verme, por ese miedo pánico que tienen los ricos a la parentela pobre. Si yo fuera orgullosa no podría quejarme, porque el entierro ha sido de lo más elegante: detrás del ataúd, y por consideraciones a mi horrible tío, iban esos viejos ceremoniosos que son los pilares del edificio social. Son esos caballeros gordos, con voces de pito, trabados para andar, como si tuvieran callos y juanetes; siempre se les ve en las conferencias, en las academias y banquetes oficiales. Mientras más guata tienen, más dispepsia y tontería, más alto los encumbran. No sé qué tendencia hay para admirar lo feo y lo viejo.
En cuanto se fue el entierro, y cuando por fin quedamos solas, la Rubilinda, que lloraba todavía, me trajo los diarios para que leyera los artículos necrológicos sobre el papá, que eran muy elogiosos y recordaban que fue veterano del 91, educado en Inglaterra, agregado de Legación y bombero. Uno de esos diarios ponía: "Murió como buen cristiano, después de recibir los auxilios religiosos, este gran caballero de otra edad, que soportó sin quejarse las vicisitudes de la suerte y los padecimientos de una larga y dolorosa enfermedad". Otro recordaba que en el terremoto de 1906 estalló un incendio de vastas proporciones y que mi padre, haciendo gala de un arrojo temerario, salvó a una sexagenaria desde el tercer piso, quedando semiasfixiado durante algunos minutos.
¿Es posible? Nunca oí eso.
A las cinco de la tarde llegó la prima Carnera, vestida de manda, con un traje que la hace parecer monja. La muerte ha hecho que esta parienta cobre imperio sobre mí. No me desagrada. Al fin es de mi sangre; en medio de su moralidad y su beaterío, es también algo excéntrica: las beatas son excéntricas a su manera. Me mira fijamente; se ha sentado frente a mí; no me pierde gesto, y, a veces, mis ocurrencias la hacen reír de buena gana. Como me preguntara: "¿Quién era esa señora?", aludiendo a doña Ismenia, le respondí con descaro: "Es la Pecho de Mármol". Este gesto mío fue fruto del acholo, porque me intimidaba lo ridículo de mi casa. Ella lo comprendió así y ambas soltamos una carcajada que terminó por hacernos buenas camaradas.
En Santiago se hablan pestes de todo el que no sea viejo figurón o nulo, de tal manera que algunas veces experimentamos las mayores sorpresas, topándonos con personas buenas y simpáticas, a las que teníamos por malvadas. Yo creía que mi prima era hipócrita o malintencionada, y ahora creo comprender que es buena y sencilla. Si creyéramos bueno a todo el mundo, nos equivocaríamos menos que creyéndolo malo. La prima es buena y servicial. ¿Por qué la odiaba yo? Me ha traído la Imitación de Cristo, un molde de dulce de membrillo y el Almanaque Cristiano. Todo lo que digo le hace gracia. Me puse a arreglar las cosas en el cuarto del papá, en lo cual ella me ayudó. Noté que alguno de los concurrentes se llevó los gemelos de oro y un paraguas. Toda la herencia que recibo consiste en un chaqué de Pinaud, unas polainas, un Buda, tres pares de zapatos, una caja de píldoras Hércules, y el libro de mi tío, titulado Anotaciones para un proyecto de codificación del Derecho Internacional.
—¿Qué libro es ése? —me pregunta la prima.
—Es un libro hipnótico. Cuando padezco insomnio leo dos páginas y me duermo a puños cerrados.
—¿Es posible que tenga un Buda en su dormitorio?
—Es de cartón —le digo— y, además, en religión soy ecléctica.
Esta frase de mi papá la hace reír.
No sé qué tengo, pero no puedo decir nada sin que la prima Carnera se retuerza riendo.
Después le digo que vayamos al cementerio, y ella decide acompañarme. Quiero ver cómo quedó el papá. Esto no me impidió que me pusiera colorete y rimmel. La prima Carnera no se pone nada. Siempre de negro, siempre gorda y fresca, como esas huasas zapallonas que vienen a servir en los palacios de la Alameda. No le importa un bledo cultivar sus curvas desafiantes. No se avergüenza de estar a la moda de 1860. Se deja vivir como un vegetal lleno de oxígeno, que no se comerá nadie.
Hemos salido a la calle hacia la estación, donde tomamos el tranvía. Me agrada llevar a la prima Carnera por estos barrios pobres, llenos de ojos atrevidos. En el centro, tal vez nadie la mirará con deseo, a ella, tan conocida y víctima del prejuicio. Aquí, los obreros admiran sus redondeces.
Muchas veces, en la calle, yo también he sentido el deseo anónimo que pasa y me roza, que se infla como una harina amasada, vergonzante; es el piropo callejero, es el estímulo a esta flor humana necesitada de riego. Pero este sol, esta agua de arrabales, no sirven para las flores del centro, condenadas a marchitarse en su envase, por el convencionalismo. Las convenciones de sociedad nos ordenan no escuchar los piropos del arrabal, o rechazarlos como ultrajes; sin embargo, crecen y fermentan, formando al fin un solo sentimiento de orgullo y ansia, por lo que llevamos de apreciable y codiciado.
Pero, al llegar a nuestro mundo, esos piropos se terminan. Muchachas como yo y la prima Carnera están eliminadas del matrimonio standard, para cuya realización es preciso tener plata y ciertas medidas que acuerden con los peleles matrimoniales. Carecemos de porvenir nupcial dentro de la medida santiaguina. La prima Carnera y yo seremos como esa campana de Moscú que no repicó nunca.
El muchacho de sociedad carece de juicio personal; es frío, sin imaginación, incapaz de esos impulsos naturales, algo morbosos, como creo que han de ser en el verdadero amor. A causa de eso, quedan sin casarse en Santiago las chiquillas muy gordas, las muy narigonas, las muy altas, las que pasaron los treinta, y todas las que están fuera del tipo nupcial estilo "Vida Social", aunque sean capaces de colectar piropos espontáneos de los hombres del arrabal, los que serían felices si les dijéramos: "sí". En esto he pensado mientras iba al cementerio con la prima Carnera. Ni ella ni yo somos aptas para el casorio conveniente.
A pesar de todo, no puedo dejar de pensar en Gastón; una inmensa barrera nos separa. Sin embargo, la ilusión ha vuelto a brillar por ese nuevo pronunciamiento que estalló en su tierra. Es posible que lo alejen de la diplomacia y que se derrumbe en la pobreza..., y así..., los dos igualmente pobres, podríamos entendernos y casarnos. Estoy segura de que el nuevo Gobierno lo sacará de la diplomacia; en Santiago hay desterrados de la patria de Gastón que no lo pueden ver; ahora les tocará el turno a ellos, para ocupar su puesto, y Gastón quedará a tres dobles y un repique.

SE ARRIENDA PIEZA


Esta mañana, muy temprano, vino la prima Carnera. Habíamos convenido en ir a rezar al cementerio. No dejó de sorprenderse al encontrarme en pie, frente al desayuno. Me saludó con dulzura. Yo quise ofrendarle alguno de esos estímulos verbales tan frecuentes entre las personas del gran mundo; pero nada pudo salir de mi boca. No sé echar piropos por educación, y si los echo, suenan a moneda falsa, como la voz hueca de ese caballero que a todas las viejas feas les dice que tienen el "cutis de camelia". En todo caso, soy amable con ella, y comienzo a quererla; en cuanto entra en la casa, flota en el aire un aleteo religioso que me hace bien. Ella tiene la imaginación de una monja. Cree al mundo más erótico de lo que es; de mí tuvo mala idea, pero le ha bastado tratarme para comprender que soy una hojita flotando en las ondas del mundo. Sin perder tiempo, salimos, para aprovechar la madrugada.
Era la hora en que las sirvientas lavan los vestíbulos de mármol en los palacios. La ciudad mostraba un aspecto desconocido y fascinante. Era otra, y hacía el efecto de una capital fabulosamente rica. Esos palacios de las calles Dieciocho, Ejército y Alameda producen gran impresión. No viendo ni escuchando a la gente, una creería estar en París. Fuimos a pie hasta la calle Ahumada y ahí cogimos el tranvía Cementerio, charlando como cotorras. Es un verdadero paseo, que nada tiene de triste. Los mismos entierros y la gente funeraria en el camposanto exhalan un aire de renovación. El sentimiento religioso me bañó de tranquilidad. Las tumbas, los árboles, las flores, todo en el pueblo de los muertos hablaba de renovar; el papá estaba tranquilo ya, todo lo tranquilo que se podrá estar en la aparatosa tumba de los Iturrigorriaga, al lado de mi madre; marchita estaba la enorme corona de la señora Ismenia, pero lo demás, todo cuanto lo rodeaba, era fresco, hasta las viudas y los deudos que se inclinaban al pie de otros mausoleos. Nada me daba más ímpetus para vivir que esas islas de los muertos. "No pierdas tu tiempo. ¡Apresúrate!", parecían decirme miles de susurros.
Salimos a la rotonda, ebrias de vida, y tomamos el tranvía sin hablarnos. Llegando a la casa me sentí acalorada y feliz; me quité el viejo abrigo de terciopelo, gastado como gato arestiniento, y le pregunté si era capaz de desafiar la suerte de mi olla. Dijo sí. Al ir de un lado a otro por la cocina y el comedor, me hice un desgarrón en el vestido, y ella, sin abandonar su calma, sacó su aguja, siempre lista en los pliegues de su blusa negra, y lo cosió. Después comimos lo que a mí más me agrada, sin siutiquerías de ninguna clase: huevos pasados por agua, en copa grande. Primero eché mantequilla, después pan picado, y encima los huevos, revolviendo todo con la cuchara; la prima hizo lo mismo, porque es una chilenaza como yo. En seguida, papas cocidas en plato sopero, con un poco de zapallo y mantequilla, haciendo pebre con el tenedor. Ella me miraba embelesada, como pensando que me ha domesticado. Debe creer que cambié algo, cuando en realidad siempre fui así. La hago reír a cada instante.
—Me gusta mucho el zapallo —dijo ella.
—Lo que es a mí —le dije—, los huevos, cuando no los echo en la copa y hago el revoltijo, me parecen desabridos. Cuentan que el general Baquedano odiaba los porotos delante de la gente, porque no los podía comer con el cuchillo.
Tres semanas han pasado desde la muerte del papá. La casa también está muerta; una casa sin hombre, aunque sea solamente para pelear y hacerlo rezongar, no es una casa. Me hace falta su presencia, hasta por el trabajo que me daba y que llegó a ser una rutina. La señora Ismenia viene algunas veces; suspira y se queda mirándome embobada, pues asegura que tengo los mismos ojos y la risa del finado. Cuando nadie viene a visitarme, la soledad de la casa se me hace intolerable. La Rubilinda, que suele pasar aletargada. me reveló que aún vive su imaginación, diciéndome simplemente:
—¿Por qué no arrienda la pieza vacía?
La primera vez esta idea me hizo temblar. No podía habituarme a ver a un desconocido en la cama que fue del papá. Sin embargo, todo tiene remedio; lo que parecía problema insoluble y tomaba contornos de profanación, fue resuelto por la misma Rubilinda.
—Pásese a la pieza del caballero y arriende la suya —me dijo.
Esta solución me recordó las filosofías de don Ramón Barros Luco, a quien el papá celebraba tanto.
Así hice. Me pasé al cuarto del papá, que es fresco en verano y abrigado en invierno. Tan admirable me ha parecido la idea, que di otro banquete de huevos, pebre y congrio frito a la prima Carnera. Engullendo esos guisos caseros, no catalogados en La Buena Mesa, nos pusimos de acuerdo en el precio y forma de arrendarla. Las dos somos muy patriotas, pero cuando una chilena arrienda pieza, pone siempre: "Se prefiere extranjero". Es cuestión de prudencia. El aviso fue puesto en La Nación.
El primer día de publicado, al caer la tarde llegó un joven rubio, de rostro violento y ensimismado, revelador de desprecio. En efecto, me puse a conversar con él para entretenerme, y noté, a las primeras palabras, que se creía poseedor de la verdad eterna e indestructible. Era estudiante. No sé por qué, tengo horror a los estudiantes. Si estudiaran, no sería nada..., ¡pero opinan y quieren salvar al país! Ya hablan del tótem y del tabú, como la señora Cepeda. Los propios gobernantes son los culpables, por cuanto han celebrado la plaga de ediciones baratas de libros célebres, so pretexto de fomentar la cultura, y lo que fomentaron fue el guirigay, siendo ellos las más directas víctimas.
Desde el primer momento resolví no darle la pieza. ¡Ah, no! Meter a un estudiante en la casa me pondría nerviosa; se me figuraría tener un chingue. ¡Y con qué insolencia me trataría de vil burguesa a mí, que nunca leí otra cosa que Las Mil y Una Noches, y descubrí El Sitio de La Rochela, hace pocos meses, en la casa de la calle Camilo!
—Yo creo —le dije, después de conversar un rato— que le conviene una casa más intelectual. Ésta es muy poca cosa para usted. Además, a mí no me interesan Hitler ni Lenin, ni las reivindicaciones, ni los discursos de los padres de la patria. Soy redonda como un cero. Creo que a mi edad se debe vivir..., el amor, el sol, el ejercicio, los paseos... ¿No le parece?
El estudiante puso una mirada de lobo y declaró:
—No sé cómo alguien podría ser indiferente a la cuestión social. Yo, como hombre, estoy al servicio de la causa, de la patria.
—¿Por qué no ensaya montar a caballo? —le dije, insinuante, sin asomos de ironía—. A ustedes les hace falta galopar al sol.
—No sé qué tengan que ver los caballos con el estudio. ¿Es usted hípica?
—¡Ah! ¿Está de bromas? Así me gusta más la discusión. Lo he oído hablar un buen rato, y he contado tres veces la palabra oligarquía, dos veces las masas, una reivindicación y dos justicia social. En fin, usted es estudiante y le ocurre que no tiene otra cosa en qué entretenerse, pero cuando es un político el que dice dos veces en su discurso las palabras justicia social, yo pienso: "¿Qué irá a pedir en recompensa?".
—¿De manera que no cree en los hombres públicos?
—No es que no crea, sino que no me interesan. Es muy fea la política. Siempre me pareció inferior la gente cuyos sesos no les alcanzan sino para oír discursos y preocuparse de lo que piensan esos mamarrachos.
—Precisamente, queremos variarlos y producir políticos superiores. La política es la preocupación máxima de los hombres.
—De los inútiles e incapaces —rectifiqué.
—Precisamente, queremos destruir esa incapacidad, esa oligarquía de zánganos.
—Tomo nota: ha dicho otra vez oligarquía. ¿Qué significa eso?
—La oligarquía son los X, los B, los Z y los Iturrigorriaga...
—¿Los Iturrigorriaga? Yo soy Iturrigorriaga —le dije tristemente— y ya ve en qué condiciones de pobreza vivo. Soy una rica arruinada, y a veces me privo de comer para ponerme de seda.
—¿No le parece muy superficial esa manera de vivir?
—Es una fobia femenina, como la política para ustedes. Por otra parte, me parece odioso que los demagogos concentren su odio en nosotras. Algunas veces, los cesantes, mal aconsejados, arrojaron piojos a nuestros vestidos. En la noche de Pascua, se apostaron cerca del Club de la Unión para insultar a las señoras que entraban. ¿Es esa una manera de luchar por la redención del género humano? Y piense usted que muchas de esas niñas que van a bailar en el Crillón o en el Club son menos felices que las obreras. Yo no soy feliz.
Suspiré sin querer, y el estudiante se humanizó.
—El pueblo está desorientado —dijo—. Carece de directores.
—Porque, mire usted: a veces, yo voy de compras y escucho cantares en las casas, y veo a los obreros que están comiendo en familia; otras veces, andando por estas calles, los veo cómo beben o bailan en los cabarets; y yo apenas he comido, y no me dan deseos de pegarles.
—Es muy distinto.
—Tal vez lo sea. Sin embargo, una mujer pobre no lleva en sus espaldas tanta carga de prejuicios como nosotras, y resuelve más libremente su cuestión...
—Sexual.
—Como usted quiera llamarla...
Al llegar a este punto, me puse colorada y temí haber dado alas al fondo de vanidad de todo hombre, haciéndolo creer en una indirecta. En vista de esto, puse cara de circunstancias y di término al debate declarando que, "por desgracia, la pieza está palabreada". En el fondo, le había dado conversación para expulsar las docenas de palabras que almaceno en mis soledades, y que a veces me ponen reventando de ganas de largarlas. Conversar es para mí una necesidad fisiológica imperiosa. En el fondo, no quiero dar la pieza a un muchado joven, ni tampoco a una mujer. ¡Ah, no! Quisiera a alguien que llegara en la noche y se marchara al amanecer. Arrendar es más difícil de lo que creí.

Enero 15.


Hay un sol que rebota y exaspera los nervios. Anoche no podía dormir y recurrí al infalible sistema de leer dos páginas del libro de mi tío grave, titulado Anotaciones para un proyecto de codificación del Derecho InternacionaL Comprendo que esta obra, útil entre todas, y humanitaria hasta conmover, le haya valido un puesto en la Academia y algunas condecoraciones sudamericanas.
A propósito de libros, he leído en La Nación que apareció la patilla de la señora Cepeda, titulada Método Práctico Para Curar por el Psicoanálisis, y como subtítulo dice: Paranoicos, esquizotímicos y esquizofrénicos. ¡Qué gusto de hablar así, Dios mío! ¿Por qué no llamar las cosas por su nombre? Son falsificadores de talento y pretenden ocultar la más penosa ausencia de gracia y de inventiva bajo una costra de datos, de cifras y de citas. Eso no es talento: es mugre de biblioteca para pasar por genios delante de los siúticos. Un pueblo sin fantasía está muerto: no es más que caspa humana.
Ahora los lutos son elásticos; se siente el dolor más para adentro que en la ropa. Anoche fui al cine para ver la serial Nº 5 de El Duende Verde del Sud Express; es bien bonita. En el biógrafo una se encuentra frente a frente con los hombres más bonitos y agradables, y sólo por tres pesos. Cuando una sale a la calle, los hombres de carne y huesos parecen macacos. ¡Qué feos colores tienen los hombres de veras! Fuera de Gastón no encontré uno solo que me hiciera tuturutú. ¿Qué se habrá hecho Gastón? He comprado algunos libros para pasar el aburrimiento. A las ninfas románticas de la calle Camilo les debo mi afición reciente por la lectura. Compré novelas, libros de poesía francesa y revistas argentinas. ¡Qué agradable es leer al poeta Baudelaire! Pensar que la señora Cepeda lo creía de ahora, confundiéndolo con un caballero Popelaire, director de la Biblioteca de la Población Huemul. Por lo menos así decía Pipo. Me aburro de manera terrible, y la plata, la poquísima plata de la venta de objetos paternos, se va acabando. ¿Qué haré después? Nunca se me ocurre otra cosa que buscar un puesto en el Petróleo Surgente o en el Departamento de Extensión Escultural. En fin, ya veremos. Nadie ha venido a verme en los últimos cinco días; ni siquiera han pasado candidatos a ver la pieza. ¡Mejor! Me horroriza la idea de arrendar a una mujer, que pasaría todo el día en casa; y también me espanta la idea de un hombre. San Francisco habla del hermano lobo, del hermano perro, del hermano ratón; todo eso está muy bien. ¡Pero el hermano hombre! ¡Eso sí que no!

Enero 17


Estoy excitada. Mi cuerpo es un horno, pero no tengo deseo de apagarlo. Como un gran abanico de plumas ha venido a hacerme compañía esta noche un sueño de amor. Estaba con Gastón en un jardín. La prima Carnera vino a verme muy temprano. Está siempre rolliza y caderuda, a pesar de sustentarse principalmente de gracia divina y de sermones contra el Lido y la manga corta. Por mucho que se esfuerza en parecer asceta y en tapar su epidermis con hábitos de penitencia, no ha conseguido domeñar las curvas de sus pantorrillas, ni de sus senos, que parecen mejor modelados por el potrillo de Verdejo que por la copa de Venus.

El sol no es moral ni inmoral; lo mismo sale para un santo que para el Cabro Eulalio. Satanás nos acecha hasta en un plato de huevos con espinacas, y ser santo de la barriga para abajo cuesta más trabajo, como solía decir mi pobre padre. ¿Qué misterio será esta vida humana? El hambre y el amor nos rigen solamente. ¿Será el alma inmortal? Dato seguro no brilla ninguno. En todo caso, la mujer tiene alma solamente desde el día en que una mayoría se la concedió en el Concilio de Macon. Antes de ese escrutinio espiritual no la tenía, y era seguramente más feliz. Estas ideas me vienen por la vista de la prima Carnera. Ya dije que estuvo a visitarme muy de mañana, trayendo santas intenciones de misionera. Vagaba por sus rasgos una blancura de sacristía; sus ojos, algo extáticos, parecían haber quedado fijos en la dulce emoción de integrar al Cristo. Es una mujer bastante más inteligente de lo que pudiera creerse. Sin haber aprendido tretas del gran mundo, tiene preciosas cualidades; se esfuerza para no discutir y expresa casi siempre sus sentimientos procurando no herir; tampoco pone puyas, y lo único desagradable en ella es que tiene tanta seguridad en su espíritu católico que no puede evitar en sus miradas cierta conmiseración afectuosa hacia mí, por no ser de su credo. Hoy este aspecto de ella se ha puesto de relieve en nuestra charla. Cuando llegó, yo estaba en la sala de baño, lavando mi ropa en la bañera, la que se veía colmada de agua sucia, en tanto yo sudaba, arremangada. A ella no le importa sorprenderme así, ni a mí tampoco me avergüenza el ser descubierta de esta manera por ella. Estoy segura de que no es escrupulosa ni amanerada; en su casa hay bastante estrechez desde que su madre confió sus negocios al hermano mayor, quien perdió en la Bolsa la mayor parte. A la señora Rubilar no le agradaría saber que uso el baño para esto; pero la prima, a causa de lo dicho, me miró denotando indiferencia o preocupación por asuntos más abstractos, y comenzamos a hablar. Carece de facilidad de palabras; se le van las expresiones con que pretende adornar su frase y queda cortada, denotando sufrir a causa de ello. Desearía catequizarme en forma a la vez poética y científica —según he visto más tarde—, pero no encuentra los giros verbales destinados a traducir la sinceridad y vehemencia de sus pensamientos; en su cabeza deben brotar las buenas intenciones como los lirios al pie de los altares.
—Mañana iremos a la Catedral —me dijo.
—Si he de decir la verdad —le respondí—, a mí no me agradan las iglesias grandes, donde las beatas ricas entran como patronas. Los sermones dogmáticos me hielan, y recuerdo siempre a un cura rubio y enorme que me sacó de un templo a tirones porque llevaba manga corta. Desde entonces, sólo pensar en la penumbra de esas iglesias me da neurastenia.
La prima me miró un poco asustada al oír esto y me aseguró que mis ideas eran de mi padre, a quien ella llama "el tío Pancho". Por primera vez noté en su cara esa pesada gravedad de las beatas viejas que se creen infalibles e inteligentes. Esa cara me demostraba el antiguo desprecio que guardan ciertos miembros de nuestra familia hacia mi padre y a mí, teniéndonos por chiflados.
—Sí, es verdad —le dije—. Mi papá creía que lo dogmático no es cristiano.
Esta declaración le dio un relámpago de agilidad mental.
—No tomes esas ideas al pie de la letra —me dijo pausadamente—. La disciplina es necesaria en una casa; mucho más lo será en el catolicismo. Hay sacerdotes enérgicos y estrictos, pero también los hay suaves y alegres, en la Tierra como en el Cielo. Tú eres religiosa en el fondo, como somos todos en nuestra familia: tu papá mismo, que hacía alarde de anticlerical, era un religioso al revés.
—Yo soy religiosa —le dije—, pero creo que se puede agradar a Dios alegrándose y disfrutando de sus obras.
Al oír esto quedó muy seria, buscando palabras; luego levantó su cartera negra, con ademán de abrirla, dejándola caer, arrepentida.
—El mundo defrauda siempre.
—Entonces, ¿qué debemos hacer? Hay que vivir lo mejor posible y meditar muy poco —le respondí.
—Al contrario: me parece que debemos meditar —arguyó ella—. El mundo defrauda, y la felicidad es un engaño; los ricos, los inteligentes, los poderosos, fracasan persiguiendo la felicidad. En cambio, si se dedicaran a Cristo, saldrían ganando. Ya ves cómo está el mundo: se suicidan los millonarios, otros van a la cárcel; los pueblos están en rebeldía porque no creen en la providencia. Si echamos una mirada a los periódicos, creemos que una ola de anarquía pasa por el mundo y que la obra de los siglos está condenada a desaparecer; sin embargo, eso que sale en los periódicos es la obra de unos cuantos que vociferan y se creen los únicos importantes, pero no es así: por debajo de ellos están los que trabajan y los que poseen la nobleza y la verdad; así sabrás que aquí mismo, en Santiago, cuarenta niñas de la mejor sociedad han profesado en los últimos meses. Un caballero millonario tiene dos únicas hijas, y una profesó. Recién salía a sociedad y ya el mundo le daba náuseas.
—¿La Pirula?
—Sí —dijo la prima Carnera suavemente—, y ahora se llama Sor Visitación. Su hermana también quiere ir de monja, y el papá, que está desesperado, pretendió hacerla cambiar de idea llevándola al extranjero en camarotes y trenes de lujo; la hizo conocer capitales y balnearios, pero ella se mantuvo inerte en medio de orquestas y bailarinas; ni los paisajes ni las maravillas de Europa la hicieron variar: cuando llegó a Chile reiteró sus deseos de ser monja.
Al decir esto pasó por sus ojos una niebla de felicidad, demostrando todo lo feliz que podía estar de sentirse en su manía. Y yo, que la escuchaba, no puse tanta atención en sus palabras, sino que, tomando otro curso, pensaba en su vida, en su familia, con una gran ternura, no sólo por ella, sino por todo el género humano. Vi sus dientes descuidados: uno encima de otro le afea la boca y revela el descuido de sus padres, y especialmente de su padre, el tío Ramón. Según he sabido, era un botarate. Pensé en las mujeres chilenas, muchas veces víctimas de la incuria, los vicios o la inferioridad de los hombres. Es posible que su estado de ánimo, sus manías de resignación a todo trance y su desprecio del mundo sean producto de una infancia triste.
Continuó hablando en el mismo tono un buen rato, hasta las doce pasadas. Adiviné que eran las doce por los ruidos rutinarios del barrio: sentí los pasos más apresurados de los obreros que vuelven a almorzar; del vendedor de helados con su carrito y su timbre, que llegaba vacío; de la cartonera, cuya puerta se cierra con un ruido especial, y el largo sonido de las sirenas en las fábricas. La convidé a compartir mi almuerzo y ella aceptó como otras veces, sin dar aviso alguno a su casa, lo cual me comprueba el abandono en que la tienen su madre y hermanos. ¡Qué misterio cruel encerrará su vida!
Fui un instante hasta la cocina, y a mi regreso la encontré dispuesta a seguir inculcándome sus bondadosos sentimientos. Desde luego, comenzó a decirme que la vida era una prueba para nuestras almas, pero se trabucó, las palabras le faltaron y sacó un papel de la cartera, que no soltaba. Era un sermón del Padre A., y se puso a leerlo:
—"¿No ven el sentido de penitencia que tiene la vida? La frase valle de lágrimas no es figura literaria; la emplean los filósofos y poetas en una u otra forma. Todo nos empequeñece en el mundo: ¡Cuán presto se va el placer, cómo después de acordado da dolor!... Cuanto más aprendemos, más humillados nos sentimos. Lo único cierto es nuestra condición de castigados. Tenemos algunos miserables sentidos, tan sólo los indispensables para darnos la sensación de nuestra pequeñez. Desde luego, nuestra posición en el espacio ilimitado; el planeta donde nacimos, frente a las estrellas, a las nebulosas y los soles, es tan insignificante que el pensarlo produce vértigo. Ahora, si la posición de los millones de seres que pueblan la tierra es insignificante, ¡qué decir de nosotros los chilenos, colocados al pie de un abismo, limitados por un desierto al norte y las desoladas montañas de nieve al sur; por frente un océano sin fin, y a nuestras espaldas una cordillera cuyo solo aspecto produce espanto espiritual! Nos sentimos asaltados por el poder aterrador de lo infinito más que ningún otro pueblo de la tierra; Chile es el Finis terrae. Por eso, con más fuerza que otros pueblos, detestamos la petulancia y buscamos en la paz cerrada de los claustros un bálsamo para huir del terror a los abismos que nos circundan, atemorizándonos y probando nuestra condición prenatal de pecadores. En los tiempos antiguos nuestra capital era un solo convento: de ahí los nombres de las calles: Claras, Monjitas, Teatinos, Compañía, Merced...".
Este discurso me anonadaba; me parecía enfermizo y senil, y el mismo rostro plácido de la prima, que lo repetía, era como un desmentido a la amargura que pretendía inculcarme. Pero ella prosiguió, doblando una hoja:
—"¿Existe humillación mayor que la necesidad de comer?"
—¿Por qué? —le dije, recobrando mi carácter festivo y oliendo el tufillo a papas fritas que llegaba de la cocina.
—"Porque nos llamamos cristianos, condenamos el asesinato y vivimos de él. Cada día estamos obligados a nutrirnos con los resultados de una matanza: bueyes, chanchos, corderos, pollos,hígados, riñones, entrañas de hermanos inferiores sin
habla. Ni siquiera los vegetarianos se libran, por cuanto cada hortaliza contiene vidas diminutas, las que miradas con microscopio muestran sus órganos parecidos a los nuestros..."
Guardó sus papeles en la sólida cartera y me miró frente a frente, plácida y escrutadora, midiendo el efecto que el terrible sermón produjo en mi ánimo.
—¿Según eso la vida es el acto de venganza que comete en nosotros un ser que no conocemos, y por pecados supuestos, que tampoco conocemos?
—No caigas en la fe al revés.
—En todo caso, según esa pintura, la vida es el purgatorio anticipado.
La prima se incomodó; pero yo no quería perder el hilo de una respuesta ya algo complicada por su magnitud y añadí de seguido:
—Si la vida consiste en devorar a quien puede más, y en humillarnos constantemente, entonces es muy probable que nuestro espíritu tenga una vida de otra forma, imperceptible para nuestro apetito, y que sirve de alimento cuando no de mano de obra a un amo ignorado, así como el gusano de seda, que no sabe para qué lo vigilan y cuidan.
La prima inclinó la cabeza y sus labios se plegaron tristemente. Comprendiendo con qué hondura pude herirla, le tomé la frente y la besé. El almuerzo estaba servido. Ella me agradeció este arranque y cambiamos de conversación. Quedamos de sobremesa hasta las tres de la tarde, hora en que se despidió, después de decirme que fuera a visitarla en su casa, lo cual me hizo recordar que hacía cinco o seis años que no veía a su madre ni al resto de su familia. Le prometí que iría en cuanto pudiera. Vivían todavía en la calle Ejército, a pesar de los desastres financieros y de la fuga de mi tío Ramón, que es el padre de ella, a quien continuaré llamando prima Carnera.
A eso de las cinco golpearon la puerta y vino la Rubilinda a decirme que "era la señora rubia". Así llamaba ella a la señora Ismenia, la que apareció en el comedor, que es donde recibo, toda vestida de negro y llena de velos como caballo de Forlivesi. Me dijo que pensaba retirarse del mundo, que había cerrado la casa de la calle Camilo y que dentro de poco tendría muchas novedades que contarme.
—Dígame, ¿había oído usted esa hazaña de mi padre en el incendio, durante el terremoto?
—Son mentiras de los reporters —dijo ella con firmeza—. Aunque no necesitaban inventar, por cuanto, si no es verdad eso, en cambio fue héroe de otras hazañas mucho mayores, que nadie conocerá nunca. Las hazañas que el público celebra son hazañas de público, en salsa de mentiras; las verdaderas hazañas personales no se saben nunca.
Después de decir esto con ojos vagos, de loca, añadió:
—¡Ríase, Teresita! ¡Ríase! Tiene la misma risa del papá.
Yo me reí. La vi que ocultaba la cara entre las manos y dos gruesos lagrimones resbalaban por su carne roja de frigidaire.
—¡Ríase otra vez!
Entonces me salió una risa de conejo y ella se calmó. Se sentó en la vieja silla en que mi padre acostumbraba divagar y añadió, suspirando:
—Voy a retirarme del mundo, pero antes quiero hacerla feliz. Mi intención es traspasarle mis bienes. Si muriera uno de estos días, mi plata, que no es poca, aunque me esté mal el decirlo, pasaría a mis hermanos, que no me han querido nunca. Me han tratado con crueldad y desdén. Yo he luchado por la vida, como usted ha visto; mi negocio ha sido pensión de artistas.
Yo iba de asombro en asombro. Lo sobrenatural comenzaba a aletear a mi lado; no hallaba qué decir ni qué cara poner, pero, de estar sola, me hubiera puesto a saltar de gusto, igual a una chiquilla.
—¡Ah, sí! —rugió la señora Ismenia, volviendo a lloriquear—. Usted es hija de Pancho y lo cuidó. Toda mi plata y mis alhajitas serán para usted: tengo una lámpara de baccarat; poncheras y bandejas de plata; loza inglesa; sábanas de rico hilo que fueron de la Celimendi; unos aros de platino y brillantes, que le compré a la señora Coucirá, y, para que vea, también poseo jarrones de Sèvres que pertenecieron a los Cousiño. Una casa en la calle Camilo, una casita en la calle Granados y fundo en el ramal de San Rosendo. Además, acciones y bonos...
Quedé aterrada, hundida en placer y miedo a la vez, como si el techo se derrumbara. "¡Delira!", me dije. No obstante, la voz, los gestos de la corpulenta y apasionada dama eran naturales y sinceros, además de espiritualizados por las ojeadas maternas que sin cesar me clavaba. Cuanto decía era más verdad que un rayo de sol.
—¡Señora! —exclamé—. ¡No sabría cómo agradecerle!
Cuando una carece de imaginación, en los momentos solemnes y decisivos, cuando cada palabra precisa vale oro, no encuentra nada. Yo quedé impotente para hablar. En los discursos, la gente sin imaginación dice: "No tengo palabras para expresar..." Ante un paisaje hermoso, decimos que "es indescriptible". Yo dije: "No sé cómo agradecerle". Ninguna expresión emocionada o artística encontraron estos labios mortales, que están siempre chapurreando palabras, sin encontrar jamás el acento lírico en el instante oportuno. Tuve, eso sí, la buena ocurrencia de inclinarme y besar esas manos que han sabido crear hacienda. ¡Benditas manos frágiles y que pueden firmar cheques por cien mil pesos!
Se fue la señora Ismenia, suavemente, discreta, como se va el rayo de sol de la muralla, como ha de irse la Fortuna en sus ruedas aladas después de amadrinar a los mortales.
Quedé sola, presa de un sentimiento enorme y confuso. "Soy rica". ¡Oh palabras tremendas! Ingresaba de golpe en la masonería del dinero, de Don Dinero. Mi cuerpo temblaba alegremente, cual si azogue circulara por mi venas.
Delante del espejo bramé: "¡Soy rica!" Fui al cuarto de papá y prometí velas a la celestial Corte; luego hundí mi cabeza en el seno de la Rubilinda, respirando el aroma de sus secos sudores, con tanto amor cual si fueran rosas de Francia. Ella se quedó mirándome un rato; luego me preguntó:
—¿Será cierto? ¿No se habrá vuelto loca? La hallo media rara a l'iñora.
Me quedé mirándola como quien ve visiones y la víbora de la duda mordió mis carnes.
El pueblo, aporreado, vencido desde el fondo de los siglos, se niega a creer en bonanzas. Si le entregaran fardos de oro, creería encontrar dentro de ellos la engañifa y el fraude
*
Decir que soy "palo grueso" sería poco. Me siento viga y lingote. También he pasado sustos grandes. La señora Ismenia hizo todos los trámites; tuve que firmar papeles y verme con notarios. Pasé por un trance angustioso cuando las monjas del Buen Retiro dijeron que no podían recibirla. No dormí. Al alba, me levanté y fui a tocarle a la prima Carnera. Me notó que estaba sofocada. Fuimos juntas para donde las monjitas y, al fin, conseguimos que la tomaran de pensionista. Tengo en mi poder todas las joyas, la lámpara de cristal de baccarat, los encajes, la platería, abanicos, aros, collares, de todo. Tengo más de tres mil por mes, sin hacer nada; me libro del Departamento Escultural, del Petróleo Surgente, del impuesto a las vacas en funciones.
Ni sé lo que escribo. El diario se resiente a causa de mi sistema nervioso alterado. Tengo acciones de las Cervecerías Unidas, yo, que no puedo ver la cerveza. ¿Y Gastón? ¿Qué dirá Gastón? ¿Para qué me habré comprado cuatro trajes y un neceser? Siento olor a viaje en el aire. ¡De repente, las envelo, y hasta nunca! Me mandé hacer un traje amarillo.
¡Pobre papá! Yo, que pasé la vida de luto, puedo pagarme el lujo de hacer las cosas a la inversa.
A1 fin, fueron las historias del papá las que modelaron mi alma y mi vida. Estoy al margen de la sociedad y me abanico con su qué dirán. Me baño todos los días; ya no podrán echarme a la cara que huelo a descuido. Todo es cuestión de plata. Plata, plata y plata.
Cuando una va al Banco y pasa el cheque, y el cajero pregunta: "¿Cómo lo quiere?", y una responde: "Dos de a quinientos y el resto de a cincuenta", entonces sí que la vida es buena. Dan ganas de abrazar a todo el mundo, de salir trotando, de comer quesillos en el Naturista y darle un beso a Ismael Valdés. La mañana es linda; el mundo, liviano.
La plata remueve lo que hay de aventura en nuestro pasado: las rutas de oro, los piratas; Chañarcillo, el amor, el hambre...
Se ha desarrollado en mí un poderoso instinto de propiedad. Creo que la salud cuida a la salud y la plata cuida a la plata. El que más gasta es el pobre, y el más libertino es el tísico.
He ido a ver mis casas. Es prudente tantear el terreno y valorar el tesoro. Después de almuerzo y con un calor africano, he ido a la calle Camilo, donde está la mayor de mis fincas. Puse la llave en la cerradura, igual que si realizara un rito y me encontrara delante de la puerta del porvenir; ganas tuve de musitar el "ábrete Sésamo" de mis cuentos. Se abrió por fin, y mi sangre se puso a hervir deliciosamente, demostrándome cuán hondo es el deseo de la casa propia en todo ser viviente. ¡La casa! Estaba vacía e impregnada del frescor agradable de las murallas lisas, donde uno que otro clavo y las sombras cuadradas en el papel revelan la vida que se fue. Las ninfas románticas habían huido para otros barrios, con sus libros, sus afeites, sus pijamas y sus bidés. Una mujer, pálida y seca, a cuya siga iban dos chiquillos tímidos, descalzos, apareció en el marco de la mampara. Era la cuidadora, dejada allí por la admirable señora Ismenia. Melosa, y toda ella reverencias, me fue mostrando la casa con la minuciosidad grave de un inventario, desde el salón, donde en otros tiempos las niñas sonreían a sus fugaces amadores, hasta la despensa y el gallinero, donde un gallo viejo y hambreado se daba ínfulas frente a tres gallinas que picoteaban la cal de las paredes.
—¿De manera que es usted la señorita dueña, la señorita Teresa?
—Sí, yo soy —dije, sin capacidad para disimular la entusiasta convicción—. Yo soy la dueña —añadí, tomando fuertemente, con mi mano derecha, la cruz de brillantes que pende de mi cuello y que es parte del legado.
Luego seguí visitando la casa. Me envolvía un aire de misterio; mis pasos perdían la consistencia, sonando a hueco, a irreal. Me dijo la cuidadora que una de las murallas del gallinero amenazaba desplomarse. Le di algo de plata para maíz y para su propia subsistencia, experimentando la primera importancia de ser patrona. Si hubiera habido un mueble horizontal cualquiera, cama turca, sofá o canapé, me habría descalzado y tendido para dormir "en lo mío", a pierna suelta. Había una desvencijada silla de junco, en lo que fue comedor, y ahí, sentada, enteramente sola, recordando que las calles de la ciudad, a esa hora y en este mes, son un sudadero, dejé expandirse libremente mi sensación de propietaria, de novísima rica. Todo mío a mi alrededor. Todo mío.
—Mire —dije a la cuidadora—. Mate una gallina y envuélvala. Voy a comerla mañana en cazuela.
Me invadió asimismo el odio a los empleados públicos, a los parásitos y a los políticos, que viven a costillas de nosotros, los propietarios. ¡Pensar que me cobran impuestos! No habrá droga ni ebriedad parecidas a las de tener casa propia y renta. El estado de riqueza cambia hasta el alma y el aire que se respira. Después me marché con mi gallina, dando instrucciones y cerrando la puerta con cuidado extremo, como si acariciara la cerradura. Voy a hacerla pintar.
*
Fui con un contratista a la calle Camilo. Estuvo examinando los cimientos; en el patio encontró desperfectos; ha sido construido después, cuando el casco ya estaba hecho. Habrá que componer algo; en cuanto a los cimientos del cuerpo principal, los estuvo examinando un buen rato. Al fin, exclamó, sin denotar el menor afán de humorismo:
—Estos pilones aguantan más que un contribuyente.
Le pedí que me hiciera un presupuesto. En la tarde fui a La Nación y puse la siguiente carta, en la sección "De nuestros lectores":
Señor Director. Agradeceré a Ud. Ia bondad de publicar estas líneas.
Siendo la calle Camilo Henriquez una de las más prósperas y de porvenir en esta capital, no se comprende cómo las autoridades toleran ciertos establecimientos reñidos con la moral, y que dan espectáculos vergonzosos, sobre todo de noche.
Una vecina
Febrero 27
Yo no fui nunca mala; yo leía siempre Las Mil y Una Noches, ilustrada; un viejo libro de familia. Tanto me acostumbré a tales historias, que he llegado "a pensar en mil y una noches". Es decir: me posesioné en tal forma de sus personajes, que podría construir escenas al estilo, y hasta pretendo ser una heroína de dicho libro. Más de alguno me creería tonta si dijera que he frotado varias veces la lámpara de baccarat que me tocó en el lote de la señora Ismenia; la froto y pido cosas, asimismo como si fuera la lámpara de Aladino.
Mañana estrenaré un traje blanco y negro, un sombrero negro y cartera, como nunca tuve otra igual, para ver a Gastón. No sé dónde vive. Voy a averiguar en el hotel. La Princesa Esplendorosa fue a buscar al Príncipe Escurridizo y le dijo: "¿Me reconoces? Tengo una fortuna, en dracmas y castillos, para sumergir a Bagdad".
*
No supieron decirme en el Crillón adónde se había ido. No dejó señas. He quedado triste pensando en él. Me figuro ver sus rasgos y escuchar su voz. Este hombre es mi manía. Creo que algunas veces nos llama la atención de un hombre, al que, a nuestra vez, hemos llamado la atención. Si este incidente ocurre coincidiendo con ciertos estados especiales de nuestro organismo, entonces no podremos olvidar jamás a ese hombre, y llega a ser para nosotras una obsesión, con sus ribetes de locura. El día que lo conocí yo estaba en uno de tales estados. Los médicos debe conocer algo de tan escabrosa materia.
Voy a preguntar en la Legación de su tierra, aunque debe de haberla abandonado, pues ya llegaron el nuevo ministro y personal adjunto. A pesar de ser rica, continúo pendiente de él; y digo "a pesar", bien segura de mis palabras, por cuanto para una pobre el futuro marido lo es todo; en cambio, para la rica es un accidente. La rica escoge y compra hombre a la manera de la señora Rubilar, como si se tratara de una combinación o de un paraguas. Yo sigo pensando en el casorio igual que si fuera una pobre. Es la mayor aventura humana, y sustraerse a ella implica cobardía, indolencia o fracaso. Mi ambición del momento y de todos los momentos, ahora, consiste en ir a Viña del Mar, en pleno veraneo, llena de ropa y de alhajas, con él, sin mirar ni saludar a nadie, en turista, y ponerme a jugar con toda calma, como vi hacer en la película Montecarlo; y pondré en mis labios el rouge importado de Coty, con la indiferencia exquisita de las mujeres familiarizadas con las cosas finas y celestiales. Echaré la pierna arriba haciendo crujir como la paja mis medias, con cuyo precio podría vivir un mes cualquiera familia de clase pobre. Desde mis zapatos hasta el último rizo de la nuca, trascenderé a esa clase gloriosa, egoísta y brutal que es la espuma de la vida.
Creo en la crueldad de todo, desde el sol, que ha presidido crímenes y desigualdades desde millones de siglos, sin inmutarse.
Iré a Viña en carro-salón; pediré whisky and soda legítimo, traicionando por primera vez al cocktail nacional, prescrito patrióticamente por la crisis. Me haré reservar departamento en el hotel, como los jaibones.
La capital se está vaciando; desaparece su espuma; las calles se llenan de vagos; toman un aire vulgar, decadente. En mi barrio vaga un olor a guano, a basura y a vino barato. La vida, por aquí, es violenta y viciosa; las criaturas tienen aire cínico; parecen viejos y viejas; han perdido la riqueza fisiológica en el hambre y la prisa con que lo aprendieron todo; oír las discusiones de estas chiquillas descalzas produce escalofríos.
En la Alameda, a la luz del día, los rateros arrebatan paquetes, carteras, sombreros, a los transeúntes. Hace poco vi pasar preso, con grillos en las manos, a un muchachote macizo, desnudo de la cintura para arriba, todo ensangrentado. Convivimos en medio de la fiera humana, cuya ferocidad es de nuestra propia culpa. Se siente cómo hierve la población de los arrabales; si hasta ahora todo va bien, es porque me creen pobre como ellos. Anoche escuché gritos de mujer otra vez, en una pieza arrendada, al costado opuesto de donde vive la cartonera.
Me puse la bata y salí, sin arreglo de ninguna clase, para ver lo que pasaba. Desde muy temprano se veía ir y venir a las vecinas y vecinos, demostrando aire contrito.
A la primera que vi fue a mi vecina la cartonera. Puse en sus manos diez pesos, y me quedó mirando. Después me dijo estas palabras conmovedoras:
—Que sea siempre feliz. Para usted no hay clisi.
Quiso decir crisis.
La mujer que lloraba anoche no era la madre del niño muerto, cuyo cadáver ya estaban velando. Su cara demudada, sus ojos sin belleza alguna, sus mejillas rojas e infladas demostraban el paroxismo de la desesperación; una hermana que está empleada le había dado a cuidar el niño, y, como ella también tenía que trabajar, lo dejó solo toda una tarde, y el niñito, atormentado por la sed, bebió en un jarro de agua de cuba. El dolor de la mujer consistía en el remordimiento y en que no hallaría cómo excusarse con la madre. Por eso, se retorcía de dolor, gritando:
—¿Y qué me dirá ahora? ¡Qué me dirá! ¡por Diosito!
El cadáver del niño, iluminado por las velas, es horrible: tiene una cabeza enorme y deforme. Lo llamaban Danilo, como los príncipes de El Danubio Azul. ¡Esperanzas de madres!
Quise darle plata a ella, pero ni veía ni escuchaba. En el cuarto vi un cuadro del purgatorio, con unas llamas enormes, donde los penitentes se cuecen implorando a la Virgen.
A la una llegó el auto de la Asistencia para llevarse a la pobre mujer, alegando que está loca furiosa. Ella nos imploró pidiendo auxilio. Sus ojos se espantaron y se le salieron, como si viera al diablo, cuando los agentes la convidaron a subir; las mejillas flacas se le hundieron, y la boca, donde le quedan dos colmillos, quería morder. Se defendió como la bestia pillada que quisieran arrancar de su caliente madriguera. La pobre mujer nos miraba y venía gente de todas partes, y esos arroyos formaban un charco de curiosos, todo hecho de ojos negros, devorando a esa pobre.
Cuando la echaron en el coche, su cara estaba manchada de sangre y lágrimas: Sonaron las bocinas, como las trompetas del Juicio, y el coche se la llevó. ¡Papú.... papú..., papú!...

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